¿Qué tienen en común un militar colombiano, dos niñas bien recién
licenciadas en odontología, un controlador aéreo mileurista que trabaja
el aeropuerto de Burgos, un estudiante de Informática que vive en un
albergue juvenil desde hace meses y comparte cuarto con otras ocho
personas, un padre separado que solo ve a sus hijas cada 15 días y un
sacerdote alemán de mediana edad apasionado de los toros? Aparentemente
nada, pero con todos ellos he mantenido largas conversaciones de más de
tres horas y he compartido gastos y la mitad de algún que otro
bocadillo durante los 300 y pico kilómetros que dura el trayecto
Valencia Madrid. A ellos, como a mí, les venía mal desembolsar lo que
cuesta un billete en el AVE, y decidieron compartir coche para que el
recorrido resultara más ameno y más económico.
Compartir coche es
una manera de viajar cada vez más extendida, sobre todo para aquellos
que cada semana se ven obligados a quemar kilómetros, ya sea por motivos
familiares, sentimentales o laborales. Al principio, cuando llegas al
vehículo, cuesta un poco soltarse. Durante los primeros veinte minutos
solo planean tímidas preguntas acerca de las razones del desplazamiento,
pero al cabo de hora y media ya conoces las aventuras y desventuras de
todos tus compañeros y al llegar al destino, incluso te despides con ese
falso auto convencimiento de que algún día quedaréis a tomar unas
cañas. Aunque la mayoría de experiencias han sido positivas, también me
he topado con algún personaje. Una vez me tocó un conductor con pinta
de psicópata que confirmó mis sospechas al poner a Bustamante todo el
camino. Ahora que han bajado los precios del AVE, suelo coger el tren.
Es más cómodo y más rápido, pero no permite asomarse a estas vidas tan
heterogéneas como fascinantes.
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