Conocí estas Fallas al primo de
una amiga cercana. Tras un rato de conversación, le pregunté a qué se dedicaba y
me confesó con cierto reparo que era juez. Como no suele ser habitual, al menos
en mi caso, estar cerca de un señor que decide sobre la inocencia o
culpabilidad de las personas, activé la periodista que llevo dentro y le asedié
a preguntas comprometidas. Tenía curiosidad por saber qué opinaba acerca de las
tasas judiciales, de la Ley de Desahucios y de los indultos del Gobierno. A la tercera copa se soltó y me reveló que
pensaba que los jueces en España estaban tan mal considerados que a él le daba
vergüenza contarle a desconocidos cuál era su profesión. Manda huevos que
después de una carrera de cinco años y otros cinco preparando la tercera
oposición más difícil que existe, uno tenga que decir con la boca pequeña o
incluso ocultar que es uno de los guardianes de los tres poderes fundamentales sobre
los que descansa el Estado.
Es difícil sentirse orgulloso hoy
en día de pertenecer laboralmente a un colectivo. Yo misma he tenido que
aguantar más de un comentario desagradable acerca de lo vendidos que estamos
los periodistas y de la servidumbre que profesamos a intereses políticos y
económicos. Tampoco formar parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del
Estado es hoy una garantía de buena reputación, más bien al contrario. Pienso
en trabajadores de banca, economistas o funcionarios. No es raro hacer chistes fáciles
sobre su profesión. La palma, por
supuesto, se la llevan los políticos. Parece más digno poner copas o limpiar
escaleras que trabajar en cualquier Parlamento Autonómico. Esto indica que el
sistema en el que vivimos está obsoleto, desgastado, podrido. Para volver a
hacer dignas nuestras profesiones y que la sociedad recupere la confianza
perdida, solo se me ocurre hacer bien nuestro trabajo. Es la única forma de
sentirnos orgullosos de nuevo de lo que somos.
Publicado en Las Provincias el 20/03/2013
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