viernes, 31 de enero de 2014

EXIGENCIAS CANINAS


Imagine que llega a casa agotado tras un día de duro trabajo con el único anhelo de ponerse el pijama y colonizar el sofá, armado con una buena novela, cuando su chucho se detiene a su lado y le suelta: “Tengo ganas de pasear, relacionarme con otros de mi especie y hacer mis necesidades. Ah, y cuando volvamos quiero que me rasques la barriga durante un buen rato”. Usted podría negarse, pero su perro insistiría hasta que cansado de escuchar sus exigencias, acabe cediendo. Esta situación, absurda y ficticia por ahora, podría tornarse realidad antes de lo que imaginan. Leo estupefacta cómo unos investigadores escandinavos están desarrollando un aparato que convertirá el pensamiento de los perros en palabras. Al parecer, el dispositivo está bastante adelantado, podrá expresar sensaciones de cansancio, enfado, curiosidad o hambre y estará disponible en cuatro idiomas, entre ellos el español. Lo peor del caso es que estos inventores han recaudado el montante de 20.000 euros en una semana a través de una plataforma de crowdfunding.

Es decir, que hay personas que están interesadas en que su perro además de jugar con ellos, alegrarles la existencia y hacerles compañía les cuenten cómo se siente. Ya no es suficiente con que tu madre te machaque con que te hagas la cama o fumes menos o que tu novio te recuerde que debes hacer más deporte, ahora también tendrás a tu perro exigiendo un buen pienso, lanzando exabruptos cuando se cruce con un macho hostil o diciéndote lo buena que está la perra del vecino. Señores de la Sociedad Nórdica para la Invención y el Descubrimiento, así se llaman estos iluminados, entiendo que el frío de sus latitudes hace que piensen mucho, pero si hubiera querido que mi perro me hablase, ya habría tenido un hijo. O una suegra. 

viernes, 24 de enero de 2014

SÉ VERLA AL REVÉS

Vuelvan a leer el titular de la columna, pero ahora  háganlo en sentido contrario, de derecha a izquierda, tal y como leen los árabes. La frase dice lo mismo. Es lo que se conoce como palíndromo, una palabra o frase que se lee igual de izquierda a derecha, que de derecha a izquierda.  Recordé la existencia de este baile de letras a través del ligue de una amiga que practicaba el palindromismo con regularidad. Me contó que entre él y sus amigos competían por hacer el palíndromo más largo, el más gracioso o el más complicado. Incluso abrieron un grupo en Facebook donde dejaban testimonio escrito de sus hallazgos capicúas. No importaba la hora que fuese ni cuantas cervezas se hubiese tomado, su habilidad era tal que te formaba un palíndromo personalizado como el que te recita la tabla de multiplicar. Me fascinó ese juego por hallar una frase reversible



Existen palíndromos para todos los gustos. Los hay dedicados a nuestros políticos como “Son robos, no solo son sobornos”; otros dedicados a ensalzar las cañas afterwork, “Arriba la birra”; algunos son ecologistas como “La ruta nos aportó otro paso natural” y hasta futboleros “Logré ver gol”.  Hace poco me lo volví a encontrar y cómo quien pregunta por la salud de algún familiar cercano, le pregunté por sus palíndromos. Me dijo que lo había dejado, que le habían llegado a obsesionar tanto que se dormía dándole la vuelta a las palabras y se levantaba retorciendo el orden alfabético. Empezó a escuchar los diálogos al revés.  Se dedicaba a buscar el palíndromo perfecto. Intoxicado por el léxico, dominado por la disposición de las letras, tuvo que desengancharse de una afición que le hacía confundir amor con Roma y zorra con arroz. Toda adicción, incluso la más inocua, puede terminar pasando factura. 


Publicado en Las Provincias el 24/01/2014


viernes, 17 de enero de 2014

ESPÉRAME EN LA META

Empecé a salir a correr cuando lo único que se necesitaban eran unas zapatillas viejas y una camiseta de propaganda. Entonces no existía la fiebre actual por este ejercicio que hace que el tráfico en el cauce del río a ciertas horas se asemeje a IKEA un sábado por la tarde. Como nunca he sentido el espíritu de la competición y siempre he sido algo individualista, me gustaba practicar de forma ocasional un deporte en el que no tenía que ganar o derrotar a nadie, pagar una cuota, federarme ni cumplir un horario. Pero llegó la crisis y con ella los gimnasios se fueron vaciando y el culto al cuerpo, que no conoce de recesiones, exigía su peaje. Y de pronto comenzaron a brotar runners como setas y los runners requerían de un escenario en el que exhibir su esfuerzo y lucir modelitos de Decathlon y así se popularizaron las carreras. Y yo que nunca me había planteado correr más allá de lo que mi ánimo me pedía, acabe apuntándome a una sin demasiado convencimiento de ser capaz de terminarla.




El pasado domingo me despertaba a una hora indecente y me enfundaba unas mallas para participar en mi primera carrera. Diez kilómetros que en mi subconsciente equivalían a cien. Me dirigí hacia el Paseo de la Alameda presa de los nervios donde me esperaba una amiga que corre asiduamente. Antes de comenzar, le advertí que probablemente tendría que pararme, que no estaba preparada y que no la acabaría. “Espérame en la meta”, le dije en tono melodramático. La carrera comenzó y junto a otros 10.500 corredores estuve trotando hasta atravesar la línea de meta una hora después con ese subidón de adrenalina que solo produce la superación. Un nuevo curro, una relación que empieza o una carrera de 10 kilómetros. Qué más da. Las cosas siempre son más sencillas de lo que uno imagina.  

Publicado en Las Provincias el 17/01/2014

viernes, 10 de enero de 2014

LA COLAS DE LA VIDA


La vida está llena de colas hacia las que profeso odio sustancial. Mi aversión hacia ellas se remonta a 2008 cuando, acompañando a una amiga groupie, tuve que aguantar nueve horas de pie para ver actuar a Madonna. Aprovechando estas vacaciones navideñas, me fui unos días a Florencia, ciudad de una belleza deslumbrante si no fuera porque hordas de turistas impiden prácticamente pasear por sus calles. Hicimos dos horas de cola para subir a la inmensa cúpula diseñada por Brunelleschi y aguantamos estoicos el frío durante tres horas más para entrar en la Galería de los Uffizzi. Como me ocurrió con la reina del pop, cuando por fin pude admirar ‘El nacimiento deVenus’ estaba tan agotada que no disfruté del espectáculo.

Nos pasamos gran parte de la vida haciendo colas. Debemos respetarlas para que el contrato social adquirido al nacer no se resquebraje. Algunas son colas ligeras y cargadas de expectativas, como la del cine o la cola para ver tocar a una banda de música, pero hay otras que están cubiertas de frustraciones, miedos y rabia, como la cola del banco que te deniega un préstamo, la del médico que no sabe el origen de tu enfermedad o la cola desesperada del paro. Nos enseñan a formarlas desde niños. Los profesores las llaman filas. Había que hacer fila para que te dieran la merienda, para salir al recreo y para ir al baño. El orden imperante de la fila era lo correcto y salirse del redil suponía castigo seguro. Esa distribución es lo primero que se aprende a obedecer, luego llegan las reglas del colegio, las normas familiares, los estatutos, los decretos, las disposiciones, los contratos basura… hasta que un día lo aceptas todo sin plantearte nada. Leyes injustas o sectarias, que favorecen solo a unos pocos, aquellos que mandan formar la fila de conciencias inertes.

Publicado en Las Provincias el 10/01/2014

viernes, 3 de enero de 2014

LITERATURA DIGITAL

Dudé hasta el último momento. “¿Y sí le regalo unos zapatos o un bolso?” Mientras, mi mente inventaba excusas tontas para convencerme de que no debía comprarlo. “Es caro,  no va a saber utilizarlo, se quedará olvidado en un cajón…” Finalmente, después de mantener un pulso con mi conciencia, me dirigí  vacilante hacia la tienda y me puse a observarlos con recelo. “Qué feos son” pensé. A pesar de conocer de antemano las características técnicas de cada uno de ellos, le pregunté a uno de los dependientes. En el fondo, esperaba que dijese algo que no me gustase para alejarme de allí. Pobre ingenua. Cuando pagaba en la caja comprendí que la batalla entre tradición y modernidad, entre lo de siempre y lo último, entre el espíritu romántico y el pragmático se decanta claramente hacia ese futuro desalmado que nos proporciona la tecnología.  




Se lo dimos el día de Nochebuena y a pesar de todos mis temores, a mi madre le encantó su primer libro electrónico. Abrí la caja para inspeccionarlo de cerca, sosteniéndolo con cierta grima, como si me fuese a contagiar alguna epidemia.  Lo encendí sintiendo que traicionaba una relación de 30 años y tras leer las instrucciones, le expliqué a mi madre su funcionamiento. Entre las dos compramos el primer libro. Tres euros por una novela histórica que en papel cuesta algo más de 20 euros. Pensé en el dinero ahorrado y en la de árboles que habíamos salvado, pero enseguida eché de menos el sonido de las hojas al pasar, el olor de la tinta, el peso del libro, la emoción que te ofrece la portada y la información que proporciona la contraportada. Al menos sé que mi madre lo utilizará correctamente y comprará la lectura que le interese, sin participar de ese pirateo constante que podría acabar con el universo literario.  

Publicado en Las Provincias el 03/01/2014