Uno puede confundirse al echar la
medida del caldo en el arroz, equivocarse
de día con la cita del médico o llevarse una chaqueta que no es la suya al
salir de un bar. Lo que no suele ser habitual es meter la pata al comprar unos
billetes de avión y acabar en una ciudad a más de 1.300 kilómetros del destino
inicial. Pero esas cosas ocurren. Y a los que somos ansiosos por naturaleza, más
cuando se trata de embarcarnos en un viaje,
nos puede pasar. Las ciudades italianas de Trapani y Trieste solo tienen
en común las dos primeras letras de su nombre y que ambas albergan minúsculos aeropuertos
donde aterriza una línea aérea de bajo coste que trata a sus pasajeros como
borregos pero que a cambio ofrece precios atractivos para aquellos que no
podemos costearnos vuelos regulares. La primera ciudad está en Sicilia,
mientras que la segunda se haya al noreste de Italia, a tan solo 10 minutos de
la frontera eslovena.
Mi idea era conocer esa hermosa
isla, recorrer las caóticas calles de
Palermo, pasear por el pueblo natal de Don Vito y tomarme un gin tonic al
atardecer contemplando el Etna. Pero por avatares de la vida y por ese anhelo
mío a hacer las cosas con prisa, me equivoqué de aeropuerto. Después del
comprensible disgusto, empezamos a explorar el nuevo destino y decidimos
dirigirnos hacia los Balcanes. Caminar por las preciosas calles de Liubliana,
ver en primera persona las huellas que todavía quedan de una guerra vergonzosa,
descubrir un pueblo de cuento camuflado entre bosques y cascadas, o contemplar el
abanico de colores del Adriático y recorrer buena parte de la costa Dálmata sin
rumbo fijo ha sido una de la mejores equivocaciones de mi vida. Bendito error.
Publicado en Las Provincias el 27/04/2012