viernes, 27 de abril de 2012

UN ERROR DE 1.300 KILÓMETROS




Uno puede confundirse al echar la medida del caldo en el arroz,  equivocarse de día con la cita del médico o llevarse una chaqueta que no es la suya al salir de un bar. Lo que no suele ser habitual es meter la pata al comprar unos billetes de avión y acabar en una ciudad a más de 1.300 kilómetros del destino inicial. Pero esas cosas ocurren. Y a los que somos ansiosos por naturaleza, más cuando se trata de embarcarnos en un viaje,  nos puede pasar. Las ciudades italianas de Trapani y Trieste solo tienen en común las dos primeras letras de su nombre y que ambas albergan minúsculos aeropuertos donde aterriza una línea aérea de bajo coste que trata a sus pasajeros como borregos pero que a cambio ofrece precios atractivos para aquellos que no podemos costearnos vuelos regulares. La primera ciudad está en Sicilia, mientras que la segunda se haya al noreste de Italia, a tan solo 10 minutos de la frontera eslovena.

Mi idea era conocer esa hermosa isla,  recorrer las caóticas calles de Palermo, pasear por el pueblo natal de Don Vito y tomarme un gin tonic al atardecer contemplando el Etna. Pero por avatares de la vida y por ese anhelo mío a hacer las cosas con prisa, me equivoqué de aeropuerto. Después del comprensible disgusto, empezamos a explorar el nuevo destino y decidimos dirigirnos hacia los Balcanes. Caminar por las preciosas calles de Liubliana, ver en primera persona las huellas que todavía quedan de una guerra vergonzosa, descubrir un pueblo de cuento camuflado entre bosques y cascadas, o contemplar el abanico de colores del Adriático y recorrer buena parte de la costa Dálmata sin rumbo fijo ha sido una de la mejores equivocaciones de mi vida. Bendito error.  

Publicado en Las Provincias el 27/04/2012

viernes, 20 de abril de 2012

PATRAÑAS DEL DESTINO

Escucho últimamente de boca de varios amigas y amigos a los que no les funciona una relación esos tópicos que detesto y que suelen verbalizarse en sentencias del tipo “Si el destino quiere que nos volvamos a unir, estaremos juntos” o “El tiempo pone todo en su sitio, solo hay que esperar” o “Si no ha funcionado, es porque no tenía que ser para mí”.   Perdonen, pero no, eso son solo patrañas, excusas y justificaciones que nos creamos nosotros mismos para no enfrentarnos a la cruda realidad. Leo en algún sitio que el destino no es lo que te va pasar sino lo que tú quieres que te suceda y no puedo estar más de acuerdo.  Somos los únicos y últimos responsables de nuestros actos y nuestras decisiones, y aunque en muchas ocasiones dar ese paso al frente requiera de una gran valentía, no existe nada parecido a un destino que vaya a elegir por nosotros y nos ofrezca la respuesta adecuada.

Si efectivamente existen los hados que determinan nuestro camino, no duden que ahora mismo están jugando al póquer, anestesiados por una botella de Jack Daniel’s o Juanito el andarín, mientras se retuercen de la risa por la mano que acaban de sacar y en la que han   dispuesto si Carla y Rafa están hechos el uno para el otro o si Pepe debe abandonar la academia.  Puede que exista un cierto toque de azar que determine en algún aspecto nuestra existencia, pero desde luego me niego a creer que no pueda tomar las riendas de mi vida y guiarla hacia donde considere, sea a buen puerto o directamente a la basura. Creer en el destino es igual de absurdo que creer en el horóscopo. Lo que hay que hacer es echarle un par y acarrear con lo que toque.



Publicado en Las Provincias el 20/04/2012

viernes, 13 de abril de 2012

TEMPORADA DE CAZA

“Mi hermano se casa”. La noticia me la da una buena amiga a través del teléfono. Me alegro inmediatamente y felicito a Ana que sin embargo no parece nada entusiasmada. Rápidamente hago un repaso mental de las circunstancias de su familia a la que conozco desde hace 20 años y no detecto nada que arroje una pista de la amargura que transmite su voz. La chica con la que se casa es una tía estupenda con la que el hermano de mi amiga lleva saliendo 8 años. Yo, que no soy nada fan de las bodas, creo que es una de esas pocas parejas que no engordará las estadísticas de las separaciones y con una pizca de suerte, conseguirán ser felices uno al lado del otro. Se lo transmito a Ana para tranquilizarla, pero al otro lado del teléfono un volcán en erupción comienza a vomitar magma dialéctico.
 “¿Te das cuenta? Es mi hermano pe-que-ño. Nos llevamos cinco años y se casa antes que yo y lo peor es que voy a ir a su boda soltera. ¡Soltera! Voy a ser la Bridget Jones del evento. Todos me mirarán con pena”, me dice desconsolada. Suelto una fuerte carcajada que parece irritar todavía más a mi amiga.  Creo que si fuese al contrario, cualquier hombre en sus circunstancias estaría encantado de acudir sin pareja al festejo y así poder tantear a todas las damas de honor, amigas y compañeras de trabajo de la novia. En algunos aspectos, las mujeres somos un poco idiotas.  Así se lo digo pero no parece convencerle mi reflexión. “A Dios pongo por testigo que a esa boda iré acompañada. La cacería empieza este fin de semana. Así que prepárate, que vas a acompañarme”, sentencia Ana. Me da una especie de escalofrío, pero por una amiga, lo que sea. Tendré que ir afilando el machete.