Me
gusta la atmósfera que se respira en aeropuertos y estaciones de tren por el
nomadismo evocador que en mí provocan estos lugares. Me encanta sentirme en perpetuo
desplazamiento. Intento rehuir siempre que puedo de lo estático y lo inmóvil.
Adoro el ajetreo y el tránsito, quizás consecuencia de un principio de
hiperactividad no diagnosticada que tienen que sufrir los que me rodean. Por
eso nunca me he amilanado ante la palabra mudanza. Al contrario, me emociona
pensar en el movimiento y el cambio. Hasta este año. En menos de ocho
meses he participado en cuatro mudanzas, tres de manera activa y otra como
testigo inmediato. Ninguna de ellas afectaba a mi hogar sino a la de gente
cercana. Durante esos traslados, he guardado en cajas objetos de todo tipo que
se van almacenando a lo largo de los años y que por alguna extraña razón nos
resistimos a tirar.
Colecciones
mediocres de libros y películas que daban con el periódico y que nunca llegamos
a paladear, viejas cintas de VHS y de casete, ropa que se dejó alguna ex
olvidada, álbumes de fotos que jamás volveremos a abrir, la cazadora pasada de
moda de aquella época que nos sentaba tan bien, cachivaches inútiles que nos
trajimos de un viaje por el sur de Francia… Y así vamos rellenando más y más
cajas de trastos que probablemente no volvamos a ver. Algunos se pierden por el
camino, otros van a parar a casa de los padres o algún trastero polvoriento.
No sé por qué les tenemos tanto apego cuando en realidad lo que realmente
viste y llena una nueva casa son las personas y los recuerdos que traen
consigo. Esos solo los extravían la memoria y los años. Las cosas son solo eso,
cosas. Y además pesan mucho. Al próximo que me pida ayuda para una
mudanza, le tiro la casa por la ventana. Literalmente.
Publicado en Las Provincias el 30/08/2013