viernes, 30 de agosto de 2013

LA CASA POR LA VENTANA


Me gusta la atmósfera que se respira en aeropuertos y estaciones de tren por el nomadismo evocador que en mí provocan estos lugares. Me encanta sentirme en perpetuo desplazamiento. Intento rehuir siempre que puedo de lo estático y lo inmóvil. Adoro el ajetreo y el tránsito, quizás consecuencia de un principio de hiperactividad no diagnosticada que tienen que sufrir los que me rodean. Por eso nunca me he amilanado ante la palabra mudanza. Al contrario, me emociona  pensar en el movimiento y el cambio. Hasta este año. En menos de ocho meses he participado en cuatro mudanzas, tres de manera activa y otra como testigo inmediato. Ninguna de ellas afectaba a mi hogar sino a la de gente cercana. Durante esos traslados, he guardado en cajas objetos de todo tipo que se van almacenando a lo largo de los años y que por alguna extraña razón nos resistimos a tirar.

Colecciones mediocres de libros y películas que daban con el periódico y que nunca llegamos a paladear, viejas cintas de VHS y de casete, ropa que se dejó alguna ex olvidada, álbumes de fotos que jamás volveremos a abrir, la cazadora pasada de moda de aquella época que nos sentaba tan bien, cachivaches inútiles que nos trajimos de un viaje por el sur de Francia… Y así vamos rellenando más y más cajas de trastos que probablemente no volvamos a ver. Algunos se pierden por el camino, otros van a parar a casa de los padres o algún trastero polvoriento.  No sé por qué les tenemos tanto apego cuando en realidad lo que realmente viste y llena una nueva casa son las personas y los recuerdos que traen consigo. Esos solo los extravían la memoria y los años. Las cosas son solo eso, cosas.  Y además pesan mucho. Al próximo que me pida ayuda para una mudanza, le tiro la casa por la ventana. Literalmente.

Publicado en Las Provincias el 30/08/2013

viernes, 23 de agosto de 2013

LOS POLLOS HERMANOS

La ropa que llevamos nos define. Evoluciona al mismo tiempo que lo hacen nuestra madurez, gustos y circunstancias. De entre todas las prendas, la camiseta es junto al vaquero quizás la pieza indispensable de cualquier vestuario. A lo largo de mi vida me he encontrado con muchas camisetas que hablaban más de las personas que las llevaban que sus propias palabras. Cuando cambié de colegio, me sorprendió ver a muchas de mis compañeras vestidas con idéntico uniforme: pantalón elástico y camiseta con dibujos de Tintín de tallas bastante inferiores a la adecuada. Como siempre me han dado un poco de grima las modas tan evidentes, en lugar de estampar al reportero en mi torso, decidí leerme sus aventuras. En esa época, algunos amigos ya llevaban camisetas de apariencia siniestra con los nombres de sus grupos de música predilectos. Quince años más tarde se han vuelto a poner de moda, pero en lugar de seguidores del Heavy metal, se las ponen blogueras influyentes y niñas pijas a juego con sus zapatos de tacón sin tener ni idea de quién fue Joey Ramone.


Hay una camiseta para cada persona. Para los amantes del deporte, la omnipresente Roja que hizo soñar en Sudáfrica o la de la estrella del básquet, para los políticamente concienciados, esas con eslóganes comprometidos como el “No a la guerra”. Para el hippy trasnochado, camisetas descoloridas rescatadas tiempo después por los gurús de la moda. Las camisetas ensalzando películas de culto, de ciencia ficción o animación son lo último entre los fans de lo singular. Yo, tras anhelarla durante tres temporadas, acabo de recibir mi camiseta de ‘Los Pollos Hermanos’, uno de los emblemas de la magnífica serie Breaking Bad y la luciré con orgullo para ver el desenlace. ¿Regresión?  Simplemente una pizca del frikismo que todos llevamos dentro.  

Publicado en Las Provincias el 23/08/2013



lunes, 19 de agosto de 2013

DAME MÁS GASOLINA

Durante las vacaciones necesitamos que todo a nuestro alrededor sea sencillo, ligero, fresco, exento de toda la carga de intensidad que soportamos el resto del año. De ahí que para disfrutar de nuestro periodo estival elijamos un libro facilón que no nos haga pensar demasiado, un atuendo básico compuesto por bañador, camiseta y chanclas que constituirán el uniforme de las próximas semanas o dedicarnos a ciertas actividades de naturaleza apasionante como jugar a las palas, a la petanca o al chamelo. También las afiladas garras de lo liviano llegan durante estos meses hasta la música. La pachanga, ese estilo musical tan nuestro, devora cualquier otro género que intente imponerse en cualquier espacio público o privado con carácter lúdico.


Fue en una de esas fiestas en las que fui consciente hace unos días cómo dentro de este género musical también existen categorías que la clasifican entre pachanga aceptable (Rafaella Carrá), pachanga hortera (El tractor amarillo) y el reggaeton. Cuando sonó la sexta canción seguida cuyo estribillo rezaba letras tan profundas como “Dame más gasolina”, “La mano arriba, cintura sola, da media vuelta, danza kuduro”, o “Mamita loca, cosita linda” y mientras intentaba imitar los ridículos movimientos que llevan aparejados este tipo de canciones, me di cuenta de que por mucho que me pese, el reggaeton ha llegado para quedarse. Eso es así. Todos los jovenzuelos de la fiesta lo bailaban con fervor mientras yo me preguntaba qué le encuentran a este tipo de música con reminiscencias tropicales y lenguaje de mara salvadoreña que nos pilla tan lejos de nuestros castizos sones. Tras el empacho de perreo de este verano, puedo afirmar sin ninguna duda que ningún Pitbull podrá desbancar nunca a los peores temas del Fary.  


Publicado en Las Provincias el 19/08/2013

viernes, 9 de agosto de 2013

VERANO CASPOSO

El verano es durante la niñez esa época deliciosa donde los días eternos y las noches infinitas permiten que los juegos se alarguen hasta la extenuación. Son los mejores meses para los chavales. Sin obligaciones ni deberes ni horarios.  Con helados, piscina y pandilla nueva. Con los años, el verano, lejos de guardar ese aroma de felicidad con que se suelen adornar los recuerdos de la infancia, se me antoja la estación más casposa y cutre del año. Mientras unos pocos exhiben su palmito con orgullo por las playas, otros tenemos que procurar disimular los excesos de los meses previos y reconocer que un año más hemos llegado tarde a la operación biquini.  Es esta también la época del sudor, de los calamares recalentados en el chiringuito y de la machacona canción del verano. Los hombres sacan del armario ese insulto a la elegancia que son los pantalones pirata y las camisetas de tirantes mientras nosotras lamentamos no haber ahorrado los suficiente para la depilación láser el pasado invierno. 




Encuentras niños chillando allá donde vayas y padres al borde del colapso por tener que convivir las 24 horas con esos pequeños monstruos.   Hay atascos en las carreteras, incendios en los montes y medusas en el mar.  Si durante el resto del año se hace difícil ver la televisión, en estos meses se hace completamente imposible. Además tenemos que soportar el posado playero de Ana Obregón y la imagen de la Duquesade Alba en biquini. Por destacar algo positivo de esta estación, al menos los políticos dejan de exhibir su caradura y demostrar su incompetencia durante unas semanas. A estas alturas, ya habrán adivinado el porqué de mi aversión al estío. Este agosto me toca trabajar. 


Publicado en Las Provincias el 09/08/2013



viernes, 2 de agosto de 2013

PISOTEAR LA MARCA ESPAÑA

Mientras la mayor parte de los españoles ha comenzado a disfrutar de sus vacaciones, yo me acabo de reincorporar al devenir de la oficina después de casi veinte días de esparcimiento en los que he recorrido una mínima parte de dos países del continente asiático. Para los que no concebimos las vacaciones sin un viaje, durante estos primeros días de aclimatación a la vorágine diaria, tu cuerpo te pide a gritos unos días de tregua para recuperarte de los presuntamente días de descanso mientras tu mente rememora las imágenes que se quedaron grabadas en la retina. 


Pero como en todo, en los viajes también hay contratiempos, molestias y fatigas. Me preguntan mis compañeros por lo peor del viaje. Pienso en la intensa contaminación de Katmandú, en la manía que tienen indios y nepalíes de escupir constantemente en la calle, en las inofensivas pero asquerosas sanguijuelas que tuvimos que quitarnos del cuerpo en varias ocasiones, en el insoportable calor y el leve frío que sufrimos… No,  esas cosas forman parte del viaje y ninguna de ellas fue tan desagradable como tener que aguantar hasta las tres y pico de las mañana a un grupo de españoles con el que coincidimos en uno de los hoteles. Unos niñatos maleducados que no respetaron que en ese país a las once la gente está durmiendo, que contaminaron la placida noche con su insufrible música de reggaeaton y que hicieron oídos sordos cuando, con amabilidad, les pedí que bajasen un poco el tono.  Una frase que le escuché a una de las imbéciles que iba con ellos resume a la perfección su actitud: “Mañana rapidito a ver el puto templo de los monos, que luego hay que irse de compras”.  Se me ocurren sitios más cercanos en nuestro país donde podrían haber seguido pisoteando la ya de por sí malograda marca España. 

Ilustración: ENEKO via www.lamanchaobrera.es
Publicado en Las Provincias el 02/08/13