viernes, 23 de junio de 2017

VIAJAR CON AMIGAS


Qué importantes son las amigas. A veces se te olvida porque no las ves tanto como quisieras. La vida va demasiado rápido y ellas, que transitan al mismo ritmo endiablado que tú, lo comprenden mejor que nadie. Viajar es siempre estimulante, solo, en pareja o en familia, pero viajar con ellas adquiere otro significado. El destino da igual, lo importante es el vínculo. Podríamos ir a Sanfermines sin ver un solo encierro, pasar por la Feria de Sevilla sin entrar en ninguna caseta o acudir a los carnavales de Tenerife sin ponernos ningún disfraz. Solo necesitamos un sitio para sentarnos, una botella de vino y unas horas por delante sin mirar el reloj.  Lo bueno de pasar tiempo con ellas es darse cuenta de que tú no eres la única que vives con la lengua fuera. Que ellas hay semanas que también tienen la nevera vacía, que no pasa nada por perderse el festival de los niños por una reunión de trabajo y que alguna también vez sueñan con irse lejos. 

Cuando viajas con tus amigas eres más tú que nunca. No ejerces ni de madre ni de hija, tampoco de novia o esposa, ni de vecina o compañera de trabajo. Te quitas todas las capas y durante unos días andas ligera, posponiendo el mundo real que te espera a la vuelta. Puedes estar gorda y seguir comiendo sin que te juzguen, ir sin depilar y que se las sude, haber metido la pata hasta el fondo mil veces sin que te censuren. Con ellas, los secretos están a salvo y las confidencias se vuelven comentarios sin carga reservada. Escaparse con las amigas tiene algo de terapéutico, porque aunque no lo pretendan, sus opiniones disipan dudas y esclarecen. Aunque lo mejor es esa cura de carcajadas, ese derroche de animaladas y esos comentarios tan políticamente incorrectos que sabes que nunca podrás compartir con nadie más que con ellas.

Publicado en Las Provincias el 23/6/2017



viernes, 16 de junio de 2017

CHICAS JÓVENES, HOMBRES MADUROS



Mario entró en la fiesta de la mano de su nueva chica. Parecía diez años más joven a pesar de que tenía menos pelo que la última vez que nos vimos y unos kilos de más. El secreto de su repentino rejuvenecimiento era la pelirroja de 27 años que le acompañaba desde hacía meses. Nos la presentó. Era puro desparpajo. En cuanto ambos se alejaron a pedir, mi grupo de amigas comenzó a cuchichear. La evidente diferencia de edad centraba el chismorreo. Al parecer, ninguna de mis amigas parecía caer en la cuenta de que ellas habían sido la pelirroja en el pasado. Más de una década separan las fechas de nacimiento de tres de mis amigas y sus maridos. Ese abismo que separa a una mujer y un hombre cuando ella tiene 25 y él 40, se diluye cuando somos nosotras las que entramos en la cuarentena y ellos rondan los 55. A partir de cierta edad ya no nos acordamos de que nosotras fuimos la joven sobre la que las demás murmuraban.

Escuchando hablar a la pizpireta, con su frescura y su despreocupación, entendí perfectamente el cliché del hombre que a partir de cierta edad se fija y se enamora de una chica mucho más joven. No es solo por el culo duro y los pechos firmes (que también), es sobre todo por ese huracán de energía; por la desfachatez de que solo exista el presente; por estar exenta de neurosis y recelos; por creer, todavía, que todo es posible. A nosotras no nos pasa porque aunque también nos gusten los abdominales marcados, el sexo salvaje y la audacia de los veintitantos, al final caemos en la cuenta que, como decía el anuncio, la potencia sin control no sirve de nada. La novia de mi amigo era un torbellino, pero a pesar de todo, no sentí ninguna envidia cuando los vi marcharse, ella cabreada y celosa porque su novio había hablado más de la cuenta con otra.

Publicado en Las Provincias el 16/6/2017

viernes, 9 de junio de 2017

EL ACROBATA IRANÍ



Todo el mundo le llamaba Richard. Para los guiris que cada verano pasan por el camping que él y su mujer abrieron hace 40 años en un pueblo de Castellón era mucho más sencillo que pronunciar su nombre iraní. Murió este invierno con noventa y pico años. No lo supe hasta que en Semana Santa entré en el supermercado del camping y algo llamó mi atención. La entrada del local siempre había estado empapelada con las fotografías de su juventud, cuando él, su hermano y su esposa trabajaban como acróbatas de circo recorriendo el mundo. En las fotocopias que recubrían las ventanas se veía a los “Iran-boys”, uno de ellos totalmente erguido, con el brazo estirado y sosteniendo en su dedo una botella de cristal sobre la que descansaba todo el peso del otro hermano  que mantenía el equilibrio cabeza abajo. Era “un número único en el mundo”, como rezaban varios de los recortes.


Los Iran-boys habían actuado en el Radio City Music Hall de Nueva York frente a reyes y actores de Hollywood y una foto atestiguaba la amistad que les unía con Muhammad Ali.  Yo miraba aquellas imágenes cada vez que iba a comprar. Intenté hablar con él en un par de ocasiones. Si no hacía frío, siempre estaba sentado en una silla en la puerta del supermercado como un centinela emérito.  Tenía escrita la entrevista que quería hacerle para contar esa historia fascinante, pero su avanzada edad, el regular manejo del español  que aún arrastraba y mi falta de insistencia hicieron que ahora solo pueda imaginar cómo debió ser su vida. Al poco de morir, las fotos, los recortes de periódico y las fotocopias amarillentas desaparecieron de la entrada del supermercado. Ahora ya nadie sabrá que los árboles que hoy hacen sombra a su roulotte fueron plantados por un hombre que maravilló al mundo con sus acrobacias. 

Publicado en Las Provincias el 9/6/2016

viernes, 2 de junio de 2017

EL MUNDO INVISIBLE



Hay un mundo que se nos escapa. Es un universo paralelo que no alcanzamos a distinguir los que tenemos más de 8 años. Un mundo donde los insectos, la luna y el viento y los medios de transporte son de vital importancia. Llevaba un tiempo asistiendo a él sin ser del todo consciente hasta que ayer mi hijo de dos años señaló al suelo acompañando el gesto de una enorme exclamación. “Mira mamá, mira”, gritaba fascinado mientras su dedito apuntaba a la acera. Yo me agaché, solo veía restos de hojas y un papel de un caramelo Pictolin. Él seguía maravillado  tratando de que me diera cuenta de lo extraordinario de su descubrimiento. Pensé que era el caramelo lo que con tanta emoción advertía. “Sí, cariño, un Pictolin de fresa, qué guay”, le contesté sintiéndome imbécil. Me miró como si hubiera dicho la mayor incongruencia del planeta (así era) hasta que exclamó: “mosca, mosca” y el insecto levantó el vuelo haciendo que mi cerebro descodificara por fin la información que mi hijo intentaba transmitirme.

En ese mundo imperceptible encontrarse una mosca en la calle es como para un adulto ver a un dinosaurio paseando por la calle Colón. Allí tienen una importancia vital las hormigas, las arañas, los escarabajos y las lagartijas. En el mundo invisible los autobuses adquieren la categoría de carrozas, los trenes de naves especiales y las ambulancias son seres mitológicos que gritan mientras curan a la gente. Es indispensable cada día que sales de casa reparar en que el sol está en el cielo, en que no llueve y en que es de día o de noche. En el mundo invisible nuestras certezas son cuestionadas y nuestras convicciones discutidas a cada instante. Es difícil penetrar en ese mundo, pero cuando lo consigues, solo distingues dos cosas, una es lucidez, la otra, clarividencia.

Publicado en Las Provincias el 2/6/2017