viernes, 29 de abril de 2016

ÚLTIMAS VOLUNTADES

Foto: Ricard Chicot


El último verano antes de que la cabeza de mi abuela se perdiera entre nebulosas para siempre, insistió en que me leyera un libro de Josep Pla. Yo traté de contentarla pese a que la proclamación de la II República era un tema que, en ese caluroso mes de agosto y con 25 años, no me seducía demasiado. Hice el esfuerzo y me lo bajé a la playa, pero no conseguí pasar de la tercera página. He tardado más de diez años en retomarlo. Esta vez lo he leído con el interés que solo logra conferir el paso del tiempo. Mientras acompañaba al escritor catalán por los cafés del Madrid del 31 pensaba en mi abuela y en lo determinante que fue para que me aficionara a la lectura. Ese libro era, en cierta forma, su último regalo. Un gran obsequio, lanzarte a los brazos de Pla. Cuando muere alguien que ha sido importante en nuestra vida, lo último que nos dijeron, nos pidieron o nos recomendaron adquiere un significado especial, casi sagrado.

Hace poco más de un mes se fue sin avisar una de esas personas por las que sientes un gran cariño. Desde que no está, todo se ha vuelto un poco más difícil. Me acuerdo mucho de las cosas que quería que hiciésemos y que nos contaba con esa pasión tan característica suya. Ese viaje por Namibia y Sudáfrica que tantas veces nos dibujó, la última película de cine de la que nos habló, el restaurante que nos recomendó después de quedar entusiasmado con su pescado a la brasa… Una vez se disipe el tiempo del desconcierto, recuperaremos esas últimas voluntades para cumplirlas y rendirle, de paso, un pequeño homenaje. Aunque el regalo que nos dejó nada tiene que ver con cine, comida o viajes. La generosidad que siempre demostró, la valentía con la que vivió y la templanza para hacer frente a lo que viniese son su mejor testamento.

Publicado en las Provincias el 22/04/2016

viernes, 22 de abril de 2016

SIESTA Y ACEITUNAS



A veces le miro mientras juega con cualquier cosa menos con sus juguetes: el mando de la tele, el cable de la lámpara o su último descubrimiento, el rollo del papel higiénico, y me pregunto cómo será de mayor. Con qué disfrutará, qué cosas le cabrearán, qué será importante para él. Imagino entonces cómo me gustaría que fuera. Es inevitable proyectar sobre los hijos nuestras carencias, las habilidades que nos habría gustado desarrollar, las cuentas que quedaron por saldar, los sueños que olvidamos por el camino. Me encantaría que leyera, que descubriera de niño el amor por ese otro mundo que te abre la literatura. Le dejaría que trasnochara para averiguar donde se encuentra la isla del tesoro o si el capitán Ahab consigue dar caza a la ballena. Le recomendaría, sin éxito, que leyera a los clásicos. Unas navidades le regalaría ‘Cien años de Soledad’ y olvidaría en su habitación algún libro de Miguel Hernández con la esperanza de que se estremezca cuando yo no esté delante.

Ojalá de adolescente me pida una guitarra eléctrica. Me lo imagino escuchando en su cuarto a Pink Floyd, ACDC o Bob Dylan y años más tarde, alucinando con el ‘Kind of Blue’ de Miles Davis. Me gustaría que se gastara el dinero viendo películas, cualquiera que sea el formato que exista dentro de 20 años. Quiero que viaje mucho con poco equipaje, que aprenda bien un par de idiomas, que le apasione el mar, respete a los animales y prefiera la montaña a un centro comercial. Sobre todo sueño con que sea un buen tipo, que tenga buenos amigos y trate con igualdad a las mujeres. Hay mucho trabajo por hacer. De momento, he empezado con dos cosas que para mí son innegociables. Una es enseñarle la bendita costumbre de la siesta, la otra es que le vuelvan loco las aceitunas. Por algo hay que empezar.

Publicado en Las Provincias el 15/04/2016

viernes, 15 de abril de 2016

PELÍCULAS PARA DORMIR



Las películas no deberían clasificarse en géneros sino en momentos. Hay películas para ver con la atención ausente por los desvelos que surgen de lunes a jueves y otras que es mejor reservar para la tregua del fin de semana. Las películas de los domingos ocuparían un lugar destacado en esta última categoría. Para ese día, uno elige algo a mitad camino entre el taquillazo y el respeto unánime de la crítica. Que entretenga pero que al mismo tiempo sea lo suficientemente buena para sentir que no pierdes el tiempo. Podría cuadrar alguna película española de Sánchez-Arévalo o Fernando Trueba. Hay pelis para cuando estás enamorado y pelis obligadas tras un desengaño, pelis facilonas para días de resaca, pelis grises para días lluviosos, pelis para regocijarte en tu soledad y otras que es obligatorio verlas cogido de la mano de otra persona.


Pero si hay un momento que cobra especial relevancia dar con la película adecuada, es sin duda, el de dormir la siesta. Los que profesamos amor incondicional hacia esta bendita costumbre y la cultivamos siempre que podemos, sabemos que la elección de lo que salga en pantalla determinará la calidad del sueño. No puede ser un telefilme casposo de Tele 5 o Antena 3. Debe captar tu atención, pero no interesarte demasiado. Si ya las ha visto, mejor, porque te rendirás más fácilmente. Hay que evitar tiros, persecuciones y catástrofes naturales por aquello de los sobresaltos. Las de ciencia ficción y terror quedan excluidas por razones obvias. Los dramas y el humor te activan, así que tampoco son aconsejables. Tras un riguroso estudio empírico, puedo afirmar que las de romanos (exceptuando Ben-Hur y Espartaco), todas las que ha hecho Terrence Malick desde 2011 y cualquiera de Garci son perfectas para entrar en estado soporífero.

Publicado en Las Provincias el 8/4/2016

viernes, 8 de abril de 2016

ROMPER EN PRIMAVERA



La primavera me sorprendió paseando por el parque con el perro. Era lunes de Pascua. El poniente de los días pasados desafiaba a salir de casa. La hora que se esfumó en la madrugada anterior había traído una luz nueva y envolvente. Los niños aprovechaban esa hora extra que regala el horario de verano correteando con sus bicicletas y brincando entre los columpios. El gesto de sus padres era relajado. Los enamorados se disputaban los escasos bancos que quedaban a resguardo de las miradas ajenas para acariciarse con discreción. El aire desprendía aroma a tierra calentada por el sol y algunos árboles se despojaban de pequeñas flores rosadas que alfombraban el terreno. La primavera bullía e invadía cada milímetro del parque.

Muy cerca de la entrada, sentada en un banco, vi que una pareja discutía. Al pasar a su lado alcancé a escuchar como ella, bastante exaltada, le recriminaba algo sobre sus padres y él le reprochaba alguna otra cosa. Los observé disimuladamente mientras me alejaba. Aquello olía a ruptura. No eran unos jovenzuelos, rondarían los 40, habían elegido un lugar neutro y alejado del hogar para mantener esa última conversación sin que les perturbase aquello que aún les mantenía unidos, los niños, la casa, la costumbre y un pasado común. Volví del paseo casi una hora más tarde y seguían allí. El acaloramiento dialéctico del principio había dejado paso al silencio que imprime la derrota. Ya no se miraban. Contemplar la descomposición de la pareja y ese muro de hielo que se iba levantando entre ellos en medio de la efervescencia que provoca la naturaleza desperezándose era extraño. Aquella situación desentonaba como cuando juntas el color rosa con el amarillo. Cualquier época es mala para romper, pero en primavera debería estar prohibido.

Publicado en Las Provincias el 1/04/2016