viernes, 30 de enero de 2015

EL ROBOT EVARISTO


Desde el día de Reyes, entró en casa un artilugio que en solo tres semanas se ha ganado nuestro corazón y al que ya consideramos parte de la unidad familiar. Un robot que se pasea por el piso él solito y se encarga de  aspirar hasta la mota de polvo más microscópica. Tras un intenso debate entre mi chico y yo para determinar si el nuevo miembro de la familia era femenino o masculino y otorgarle un nombre en consonancia, saqué la artillería feminista argumentando los siglos de esclavitud y desigualdad que las mujeres hemos sufrido en lo que a tareas domésticas se refiere para imponer que el robot fuera chico. Barajamos todos los nombres de los androides famosos que ha dado el cine o la televisión, número 5, Wall-e, Hal 9000, C3P0, R2D2 o Bender, pero finalmente optamos por algo más castizo y lo bautizamos como Evaristo.

He asistido muchas veces a ataques iracundos de alguna amiga porque su marido o sus suegros le habían regalado una aspiradora, una olla exprés o una plancha. Sin embargo, yo estoy encantada con el maravilloso regalo que me hicieron los padres de mi pareja. A Evaristo no lo considero un simple aspirador, qué va. Con su autonomía, su inteligencia robótica y su independencia me ha proporcionado horas de libertad que se han traducido en largos paseos por el parque, descenso instantáneo de broncas entre mi chico y yo por el turno de limpieza y ahorro de unos cuantos euros destinados a pagarle a Esther, la señora que viene a limpiar a fondo cada quince días.  Por cierto que la última vez que vino a casa, le vi mirar de reojo a Evaristo con suspicacia. A la próxima, tendré que esconderlo, no sea que crea que quiero sustituirla. Que a mi Evaristo lo aprecio mucho, pero Esther además sabe fregar y planchar. No hay robot que supere eso.

Publicado en Las Provincias el 30/01/15
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viernes, 23 de enero de 2015

MENTES RETORCIDAS

Eran las 6:30 de la mañana y como muchos lunes a esa hora, cruzaba el oscuro y gélido andén de la estación de Atocha para coger el tren y volver a Valencia. Somnolienta, entré en el vagón del silencio en el que viajo desde que RENFE habilitó esa opción dándonos una alegría a los pasajeros que huimos de las conversaciones ajenas. En ese vagón, las luces son mucho más tenues por lo que es más fácil echarse una cabezadita. Coloqué mi maleta y traté de buscar mi asiento con la esperanza de no tener compañero de viaje para repantigarme a gusto, pero enseguida mi mirada se desvió a la pantalla del ordenador que uno de los pasajeros tenía sobre su mesa. Concretamente a su fondo de escritorio. Les ahorraré la descripción detallada, pero era una imagen bastante explícita de una señorita en compañía de  dos caballeros de distinta raza en una actitud, digamos, algo más que cariñosa.

Impresionada por la imagen del trío y la falta de pudor del dueño del ordenador, me acerqué hasta mi asiento preguntándome cómo sería aquel tipo al que no le importaba que todo el vagón contemplara sus gustos más oscuros. No me costó mucho averiguarlo ya que era mi compañero de asiento. En lugar del pervertido baboso con cadena de oro y camisa abierta que me imaginaba, era un señor de mediana edad con una de esas caras anodinas que podría pasar por un padre de familia ejemplar o un aburrido funcionario de Cuenca. No tengo nada en contra del porno, que quede claro, pero no pude cerrar los ojos ni un minuto imaginándome todo tipo de teorías bizarras, entre ellas que el señor, un productor de éxito de cine para adultos, al ver mi avanzado estado de gestación me hacía una oferta para trabajar en una de sus pelis. Sí, mi mente retorcida probablemente ganó a la suya por goleada. 
Publicado en Las Provincias el 23/01/2015

viernes, 16 de enero de 2015

EL HOMBRE O LA MÁQUINA



Al comienzo de ‘Blade Runner’, vemos a un trabajador de la Tyrell Corporation haciendo preguntas al personaje de Leon para tratar de averiguar si es o no un replicante. La prueba se basa en un test ficticio que intenta trazar un perfil psicológico del posible androide con ayuda de una máquina que mide su empatía y la variación de ciertas funciones corporales. Me acuerdo de esa escena mientras leo el resultado de una investigación llevada a cabo por las Universidades de Cambridge y Stanford que explica cómo un ordenador, basándose únicamente en los me gusta que una persona hace en Facebook, podría dibujar su perfil psicológico mucho mejor que sus amigos o familiares. Con algo más de un centenar de me gusta, el ordenador lanzaba un juicio acerca de la personalidad del usuario más acertada que la de su propia madre. Con 300 de esos ‘likes’, la máquina conseguía saber más cosas que su pareja. 

Da un poco de miedo imaginarse un futuro no muy lejano en el que seremos juzgados por un ordenador a través de un algoritmo y una serie de datos que la mayoría hemos dejado en las redes sociales de forma inconsciente. Pienso en algún contacto que tengo en Facebook que podría pasar por un pervertido o algún tuitero al que sigo que no sería difícil catalogarlo como un lunático. Las máquinas fallan y se equivocan, dirán los tecnófobos, sin embargo, son los errores humanos los que causan mayores desastres. Piensen en el juez que emite una sentencia incorrecta, en el abogado que olvida presentar un papel, en el mecánico que coloca mal una pieza del coche o el cirujano que no es preciso en la mesa de operaciones. Visto lo visto, ante el dilema del hombre o la máquina, me inclino por estas últimas, si no fuera porque  es el ser humano el que las crea y las controla. 

Publicado en Las Provincias el 16/07/2015

viernes, 9 de enero de 2015

NAVIDADES DEL FUTURO



Sabía de antemano que este año la Nochevieja no sería la gran juerga. Al menos no para mí. El estado de buena esperanza en el que me hallo, me impedía acabar como Peter Sellers en ‘El Guateque’. Por eso, cuando decidimos pasar el fin de año con varias parejas de amigos y sus hijos de entre uno y tres años en la playa, me pareció un buen plan. Tampoco espero nada de esa noche en la que parece sea obligado salir y pasárselo bien.  Me conformo con una buena cena en compañía de la gente a la que quiero, conversaciones poco trascendentes y risas sinceras. Con eso basta. Hace tiempo que desaparecieron los nervios por saber qué me pongo, a dónde iremos y cómo discurrirá la velada, que siempre terminaba viendo asomar los primeros rayos del sol de enero.

Lo que no imaginaba es que antes de la una y media, la fiesta habría acabado. Las palabras mágicas “¿Quién quiere lechitaaa?” que lanzó al aire una de mis amigas y madre de tres de los chiquillos preparó no solo a la manada de críos que habían inundado el salón con disfraces, pinturas y juguetes, sino también a los adultos, para caer en brazos de Morfeo diez minutos después. Yo miraba con suspicacia el colacao de los niños mientras suspiraba por un gin tonic y en la tele, por primera vez en mi vida veía en directo las campanadas de las Islas Canarias. Los altavoces que me llevé para conectar el mp3 ni siquiera se enchufaron. En lugar de música, escuchamos la voz chillona de Pepa Pig. Ni que decir tiene que las botellas de ginebra y whisky quedaron intactas. Mi chico y yo vimos planear por nuestras cabezas el espíritu de las Navidades futuras con un poco de angustia. Eso sí, al día siguiente disfrutar de la paella campestre al sol junto a mis amigos y su prole con total ausencia de resaca fue todo un lujo. 
Publicado en Las Provincias 9/1/15

martes, 6 de enero de 2015

LA PRIMERA MENTIRA



Averiguar la verdad sobre los Reyes (los de Oriente, de los Borbones ya se encarga el Juez Castro) es quizá el primer gran revés al que nos enfrentamos de niños. Con esa confesión, los padres, sin querer, aceleran el despertar de la inocencia y promueven la transición de la infancia a la pre adolescencia. Me contaba una amiga estos días cómo su hija de diez años se había enterado de quién dejaba los juguetes en el sofá cada 5 de enero mientras todos dormían. Llorando a lágrima viva, recriminó a sus padres la mentira a la que había sido sometida en la última década y los desafió a que le contasen el resto de falsedades que escondían. “¿Y qué más? ¿Qué más cosas me habéis dicho que no son ciertas?”, les gritaba desconsolada. Mi amiga, con un nudo en el estómago al ver cómo su niña sufría su primera gran desilusión, pensó en todas las mentiras que tendría que sortear.


Los primeros amores y sus promesas vacías, los profesores mediocres en los que confiaría, las esperanzas quebradas por una vocación a la que difícilmente podría dedicarse, los jefes incompetentes a los que tendría que obedecer, la traición de algún amigo, el cuento de que si de verdad te lo propones, puedes conseguirlo, el desconsuelo por la muerte de alguien cercano… Por un momento, mi amiga pensó en soltárselo todo de golpe para tratar de ahorrarle así el doloroso cuentagotas de farsas que acompañan a la vida, pero dejó que la realidad no empañara tan pronto las ilusiones de la chiquilla. Esa primera mentira es solo el principio de muchos otros desengaños que también sufriremos de adultos y que sin embargo no deberíamos dejar que ensombrezcan el resto de cosas buenas que nos acompañan. Quizá los Reyes no sean los responsables de traerlas, pero la ilusión y la magia sí que existen. 

Publicado en Las Provincias el 6/1/2015