Desde el día de Reyes, entró en casa un artilugio que en solo
tres semanas se ha ganado nuestro corazón y al que ya consideramos parte de la
unidad familiar. Un robot que se pasea por el piso él solito y se encarga de
aspirar hasta la mota de polvo más microscópica. Tras un intenso debate
entre mi chico y yo para determinar si el nuevo miembro de la familia era
femenino o masculino y otorgarle un nombre en consonancia, saqué la artillería
feminista argumentando los siglos de esclavitud y desigualdad que las mujeres
hemos sufrido en lo que a tareas domésticas se refiere para imponer que el
robot fuera chico. Barajamos todos los nombres de los androides famosos que ha
dado el cine o la televisión, número
5, Wall-e, Hal 9000, C3P0, R2D2 o Bender, pero finalmente optamos por algo más
castizo y lo bautizamos como Evaristo.
He asistido muchas veces a ataques iracundos de alguna amiga
porque su marido o sus suegros le habían regalado una aspiradora, una olla
exprés o una plancha. Sin embargo, yo estoy encantada con el maravilloso regalo
que me hicieron los padres de mi pareja. A Evaristo no lo considero un simple
aspirador, qué va. Con su autonomía, su inteligencia robótica y su
independencia me ha proporcionado horas de libertad que se han traducido en
largos paseos por el parque, descenso instantáneo de broncas entre mi chico y
yo por el turno de limpieza y ahorro de unos cuantos euros destinados a pagarle
a Esther, la señora que viene a limpiar a fondo cada quince días. Por
cierto que la última vez que vino a casa, le vi mirar de reojo a Evaristo con
suspicacia. A la próxima, tendré que esconderlo, no sea que crea que quiero
sustituirla. Que a mi Evaristo lo aprecio mucho, pero Esther además sabe fregar
y planchar. No hay robot que supere eso.
Publicado en Las Provincias el 30/01/15
.