No te das cuenta de lo ruidosa
que es tu familia hasta que no viene alguien de fuera que hace que los veas con
otra mirada. Hablo de familiares en segundo grado, tíos, primos, sobrinos. Aquellos
con los que coincides tres o cuatro veces a lo largo del año, en Navidad y en alguna
otra celebración. Esta semana vino a visitarme una amiga a la casita de la playa
donde paso las vacaciones. La casa, rodeada de olivos, almendros y algarrobos
está dividida en varias viviendas con un jardín común. Mi amiga, profesora de
yoga, vegetariana y amante del silencio venía buscando la paz que la ciudad te
niega. Necesitaba escuchar el rumor del mar y la serenidad del viento, me dijo.
Cuando llegó, los familiares que ocupan las casas contiguas acababan de desembarcar.
Y lo habían hecho con toda la artillería.
Uno pasaba el cortacésped
mientras otro lijaba una mesa y alguien podaba las ramas de los árboles con la
motosierra. El bricolaje estaba amenizado por los grandes éxitos de las última
década que sonaba en la radio a todo volumen, sustituidos un poco más tarde por
los vinilos del viejo tocadiscos, desde Raimon a Pink Floyd. Luego, como cada
noche, se juntaron todos en ese ritual sagrado que es la tertulia para hablar
de lo de siempre: Grecia, Pablo Iglesias y el PP. A grito pelado. Mi amiga me
puso una excusa y se marchó al día siguiente. Huía de lo que para ella era un
incomprensible barullo. Es cierto, son ruidosos, pero te reciben siempre con
los brazos abiertos, un plato en la mesa y la copa llena. Te acogen, te
protegen y te ayudan. Darían un brazo por ti si fuese necesario. Tienen alma de
marinero y el volumen en la voz de los piratas que se han excedido con el ron.
Puede desquiciar tanto decibelio, pero para mí ese alboroto significa una cosa:
vida.
Publicado en Las Provincias el 17/7/2015