viernes, 26 de mayo de 2017

TRABAJOS MANUALES



A mi amiga Claudia siempre le han gustado los intelectuales. Los tipos reflexivos que parece que nacieron con un libro, en lugar de un pan, debajo del brazo. Hombres con trabajos vinculados a la escritura o a la investigación. Alérgicos al deporte, ineptos para el bricolaje y preferiblemente miopes. Sus tres últimas parejas estaban cortadas por el mismo patrón. Zurdos, despistados y pacifistas. Las únicas batallas en las que participaban eran dialécticas. Sus novios perdían el móvil una media de tres veces al año, pero no les importaba porque alguno aún llevaba un teléfono con pantalla en blanco y negro y sin conexión a internet. Estaba claro que a Claudia le atraía la materia gris. Hasta que hace pocos meses, Arturo, su último novio, un profesor universitario, dejó a mi amiga por la estudiante de 27 años a la que le dirigía la tesis.

Desde entonces, y pasado el tiempo (breve) de luto e improperios contra su ex, la vida sentimental de Claudia ha dado un vuelco. Como los hijos que salen anarquistas de padres ultra católicos, mi amiga se ha ido al otro extremo y no quiere oír ni hablar de eruditos, lo único que le interesa son los hombres que saben trabajar con las manos. Lo descubrió un día en que su vecino pasó a su casa a arreglarle un grifo que goteaba mientras observaba cómo sus dedos se movían ágiles entre la tubería.  Luego salió con un agricultor al que acompañaba a las labores campestres, le siguió un masajista que conoció por internet, probó con el panadero de su barrio y ahora vive feliz junto a un ebanista que se dedica a restaurar muebles viejos. Le pregunto si no echa de menos las conversaciones filosóficas que mantenía con sus ex. Donde estén las manos de un buen artesano, que se quiten las teorías de cualquier ilustrado. Eso me dijo.

Publicado en Las Provincias el 31/05/2017



viernes, 19 de mayo de 2017

LA CULPA


La culpa. Esa sensación que asoma cuando sabemos o creemos que no hemos obrado de forma correcta, unas veces por acción, otras por omisión. El sentimiento de culpabilidad emerge de manera casi enfermiza en las mujeres que hemos sido madres cuando intentamos compatibilizar la vida que teníamos antes con la que nos toca vivir después de tener hijos. La culpabilidad aflora el día que dejas al niño en la guardería para reincorporarte al trabajo, cuando decides dejar de darle el pecho, el primer fin de semana que se lo quedan los abuelos para escaparte con tu pareja, si lo has apuntado a natación y se pasa toda la clase llorando, cuando insistes para que se acabe la cena y acaba vomitando, en el momento que te das por vencida y le dejas la tablet para que deje de llorar o cuando no puedes leerle un cuento porque tienes trabajo atrasado. En las acciones más tontas, el sentimiento de culpa se posa sobre la conciencia de la madre.

No importa que tu marido vaya cuatro días a la semana al gimnasio, que seas tú la única que se levante por las noches cada vez que el niño llora, que lo lleves y lo recojas del colegio todos los días, que solo tú seas capaz de encontrar su uniforme en el armario, que sobre ti recaiga la responsabilidad de la intendencia, no solo de la prole, sino de la familia entera. Eso al sentimiento de culpabilidad le da igual. La culpa no tiene en cuenta lo que haces por los niños, el estrés para llegar, las noches cada vez más cortas, los sacrificios ni el cansancio. Porque aunque quieras parecerte a Bree Van de Kamp, esa madre y esposa perfecta de ‘Mujeres desesperadas’, en el momento en que te despistes un solo segundo, el sentimiento de haber incumplido vuelve acecharte. Luchar contra una misma es agotador.

Publicado en Las Provincias el 19/5/2017

viernes, 12 de mayo de 2017

BLADE RUNNER 2049



Hay ciertas cosas que no deberían volver. Como las hombreras y la riñonera, los colores fosforescentes, las maletas sin ruedas, los sanjacobos o las gambas con gabardina. Probablemente alguna de ellas ni siquiera debería haber existido. Vivimos en un mundo que suple la falta de ideas con las segundas partes. Muchas no tienen explicación ¿Por qué en lugar de dejarlo cuando era el momento el cantante de los Guns N’ Roses tuvo que volver con ese look de jubilada alemana con sobrepeso de vacaciones en Benidorm borrando de un plumazo sus años de sex symbol. ¿Por qué Axl Rose con esas trencitas que se puso hace unos años derribó todo mi imaginario adolescente e hizo que renegara de adulta del hombre que protagonizó mis desvelos?

Dice Sabina en una de sus letras que donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Nunca la frase cobró mayor sentido que cuando volví hace unos meses a uno de esos sitios de El Carmen en el que empezaban muchas noches épicas. Las clotxinas, emblemas del lugar, que entonces me parecían caviar, hoy estaban recalentadas, secas y sin sabor. ¿Mi percepción de antes estaba distorsionada o la cosa ha ido degenerando con el tiempo? Prefiero pensar lo segundo. No, hay cosas, relaciones y lugares que no deberían intentarlo de nuevo. También películas. No quiero ver la secuela de Blade Runner. No quiero que el careto impertérrito de Ryan Gosling me arruine el recuerdo del personaje de Rick Deckard. No quiero que las persecuciones, los tiros y los efectos especiales que le presupongo a la secuela mancillen la memoria de la que fue una de las películas de mi vida. No quiero que me hijo vea las dos películas cuando tenga edad suficiente y prefiera la segunda a la primera. Rydley (aquí como productor ejecutivo), jamás te lo perdonaré.

Publicado en Las Provincias el 12/05/2017



viernes, 5 de mayo de 2017

EL TREN




Hasta hace poco, los aeropuertos me ponían de buen humor. Me daban igual las colas, las esperas, los retrasos o el striptease al que te someten al pasar por los arcos de seguridad. El aeropuerto era la casilla de salida, el equivalente moderno de los viejos puertos de donde zarpaban piratas y bucaneros, la primera viñeta de un libro que a mí siempre me parecía apasionante. Pero ya no. Ahora volar ya no es sinónimo de libertad sino de aborregamiento. El personal te trata cada vez peor, los asientos son más estrechos y la comida menos comestible.  Puede que sea yo, que me he aburguesado y ya no me parece divertido que la gente aplauda al aterrizar, pero ahora siempre que puedo, elijo tren o barco. Pierdes unas horas, pero ganas calidad de vida y te ahorras muchos cabreos.

Incluso en estos tiempos en los que la alta velocidad apenas deja que leamos un periódico entero entre Valencia y Madrid, aunque las estaciones ya no exhalen romanticismo y las huelgas de la plantilla sean algo habitual, el tren todavía sigue siendo el único medio que te permite soñar cuando vas a Barcelona o a Sevilla. Solo hay que acomodarse y mirar por la ventanilla para evocar esos primeros trenes de vapor que cruzaban el oeste americano,  recordar a Hércules Poirot y a los sospechosos pasajeros del asesinato del Orient Express e imaginar ese otro  ferrocarril en el que los destinos de dos personajes de Hitchcock se unen a través de una conversación inocente y macabra. En el tren aún tienes espacio para dejar en la bandeja del asiento un par de revistas, el libro, la tablet y no sentirte oprimida.  Como la conexión a internet es malísima, hay tiempo para leer y pensar. La comida es tan mediocre como la del avión, pero existe el vagón del silencio y eso, señores, no hay dinero que lo pague.

Publicado el 5/5/2017 en Las Provincias