viernes, 26 de febrero de 2016

BALONES Y RUEDAS



Tengo la costumbre de, en cuanto el presentador despide el informativo, apagar la televisión. Me molesta el ruido del aparato. Nunca me acuerdo de que a continuación vienen los deportes y que a la otra mitad de la unidad familiar le interesan. A pesar de haberme criado en una casa donde el fútbol era la única religión (mi padre se tragaba hasta los partidos de la selección de Camerún), al escuchar la sintonía que daba paso a la información deportiva huía a mi cuarto. Hoy en día asocio los deportes a la siesta. En mi cerebro se produce una reacción automática que se activa en cuanto empiezan. Deportes igual a somnolencia. Como el perro de Pavlov con la campana.

Hace días me llamó una amiga profiriendo toda clase de insultos contra su marido, del que me consta, está muy enamorada. Al preguntarle las razones del cabreo me explicó que ambos estaban en casa con sus hijos en hora punta, esto es, la hora del baño y la cena de los niños. Mientras ella bañaba a su hija, su hijo lloraba desconsolado después de caerse, vomitaba encima de la cama y en la sartén se carbonizaban las hamburguesas. Ella, histérica, había llamado a su marido para que le ayudara, pero él, sentado en el sofá, sin inmutarse, le había contestado que sí, que después de los deportes, que llevaba tres días sin verlos. Mi amiga, de naturaleza sosegada, le amenazó con hacerle la maleta y mandarlo a vivir con Neymar o Luis Enrique. Es extraño el poder que ejercen los deportes sobre los hombres en cualquiera de sus variantes, como espectadores o practicándolos. Es ver un balón o una rueda y el resto del universo deja de girar. Los deportes os narcotizan y a veces os idiotizan un poco. Al menos, mientras dura la liga, las mujeres podemos estar dos o tres horas a la semana tranquilas.

viernes, 19 de febrero de 2016

LA COLA DEL BAÑO



Hay pocos lugares más adecuados para percibir el paso del tiempo que la cola del baño de un garito de moda un viernes de madrugada. 4:00 am. Una de mis amigas y yo abandonamos la pista de baile para ir a hacer pis. Al menos hay diez chicas esperando para un único lavabo. Ciertas cosas nunca cambian. Aprovechamos el momento para bajarnos de los tacones y volver a pintarnos los labios rojos, que para eso estamos en Ruzafa. A los diez minutos ya nos hemos hecho amigas de las jovencitas de al lado. Las colas de un baño de madrugada tienen ese poder. Mi amiga les cuenta que viene del concierto de Víctor Manuel que esa noche actuaba en el Palau de les Arts. La miran como si un entomólogo acabara de descubrir una especie de insecto con dos cabezas. “¿Víctor quéeeee?”, pregunta una. “Miralá, miralá, miralá, miralá…” Les cantamos “La puerta de Alcalá” casi entera sin ningún efecto. Como cuando mi abuela me hablaba de Imperio Argentina.

Al volver a la pista, nuestras nuevas amigas no se separan de nosotras. Les debemos hacer gracia porque hacemos el imbécil al mismo nivel que ellas, pero con quince años más y sin ninguna vergüenza. De pronto, el disc jockey pincha un tema que hace que el público enloquezca. “Griegos, romanos, son todos humanos”, escupen los altavoces mientras el grueso de la discoteca corea la letra y baila hipnotizado. Intento averiguar si las jovencitas conocen alguna de David Bowie, pero el electro latino se ha apoderado de ellas y ya no nos hacen caso. Solo perrean. Suena otro hit. Les pregunto quién es. Me hablan de una tal Ylenia, alguien que debe su popularidad al programa de televisión Gandía Shore. Me dirijo a la barra y me tomo dos chupitos de trago antes de irme a la cama. Y me acuerdo de por qué ya no salgo hasta tarde.



Publicado en Las Provincias el 12/2/2016

viernes, 12 de febrero de 2016

LLÉVAME AL HUERTO




Lo mío con la huerta es una historia de amor intermitente y no correspondida. Mi idilio viene de lejos, de cuando los domingos por la tarde volvíamos toda la familia en coche desde la casa de la playa y atravesábamos los campos de Alboraya mientras mi padre identificaba cada cultivo. Aquí cebollas, aquí acelgas, aquí chufa. Veranos más tarde, con 9 años, intenté tener mi propio huerto y removí y ablandé la tierra durante días, pero no llegué a sembrar nada. Aparqué mi incipiente carrera de agricultora durante las siguientes dos décadas, hasta que me independicé y me uní a esa fiebre de los urbanitas que añoran la naturaleza montando un huerto en el balcón. A pesar de que mi primera cosecha fue pésima, no desfallecí y continué otra temporada. Diversifiqué mi explotación. Planté lechugas, tomates, fresas, pimientos… con resultados bastante mediocres hasta que un día desenterré las zanahorias en las que había depositado todas mis esperanzas y lo ridículo de su tamaño me hizo replantearme mi anhelo por autoabastecerme.

Hace unos meses, volví a Alboraya a informarme sobre las parcelas de 50 metros que se alquilan convencida de que podría relanzar mi romance con el campo, pero mi madre, con su inmensa sabiduría, hizo que lo reconsiderara. “Si se te mueren las plantas de la terraza, como vas a cuidar de un huerto”. Así es. Atender a un bebé, a un perro, a un novio, a mis múltiples trabajos y además labrar es imposible. Desde hace unas semanas recibo en casa verdura ecológica que pido a través de Internet, parece que así mi ansia agrícola se ha aplacado. El domingo pasado, el mercado de producción local de la plaza del Ayuntamiento nos recordó ese extraordinario patrimonio que tenemos aquí al lado. Descúbranlo y aprovéchenlo. La huerta enamora.

Publicado en Las Provincias el 5/2/2016

viernes, 5 de febrero de 2016

LA SELVA ESMERALDA



Después de tener un niño ya nada es igual. Cambian las rutinas, los ritmos se adaptan, las prioridades se reajustan y hasta la decoración de la casa sufre una transformación al ser invadida por un ejército de ositos, jirafas y juguetes musicales con sonsonetes diabólicos. Lo que no esperas es que también la forma en que uno se asoma a la ficción varíe. Hace unas semanas veía la televisión, cuando di por casualidad con uno de esos films que se te quedan marcados al verlos de crío. Puede que la recuerden porque fue una de las primeras películas que denunciaban uno de los tantos atropellos medioambientales a los que hemos sometido al planeta. Se llamaba ‘La selva esmeralda’. Tommy, un niño de siete años, se pierde en el Amazonas en el transcurso de la construcción de una enorme presa de la que su padre, un ingeniero estadounidense, es responsable. El pequeño es adoptado por una tribu indígena con la que convive mientras sus padres continúan buscándolo durante años.


La vi con la misma edad del protagonista. Recuerdo que estuve durante semanas deseando ser raptada por una tribu para poder vivir entre árboles, cazar animales, pintarme la cara y no ir al colegio. Esta vez, sin embargo, veía la escena en la que el niño se pierde, invadida por una sensación de profunda angustia. Si pienso ahora en mis pelis de la infancia, ya no me identifico con Elliott, sino que pienso en lo aterrorizada que estaría su madre al ver un alienígena marrón en casa; o en los progenitores de Bastian, que sufrirían por su hijo desaparecido, que escondido en una librería se colaba en una historia interminable, o en la ansiedad de los padres de unos chavales apodados los goonies. Es una pena que la mirada de un adulto empañe todos esos maravillosos momentos de fantasía. 

Publicado en Las Provincias el 29/1/2016