Somos
animales de costumbres. Desde que nacemos nos enseñan a adaptarnos a unos
horarios y a unas rutinas. Comer, jugar, dormir, baño. A esto se reducen nuestros
primeros años. Una serie de acciones repetidas que nos dan seguridad. Dicen que
saber lo que va a pasar a continuación nos brinda una vida más plácida. Las
costumbres varían no solo de un país a otro o de una época a otra de la
historia. Cada comunidad o cada núcleo familiar tiene las suyas. Algunas son
aceptadas casi universalmente y otras son vistas como algo exótico. Cada uno
cree que su manera habitual de hacer las cosas es la correcta. De ahí, esa
maldita manía de aconsejar a los demás. “No acostumbres al bebé a que se
duerma al pecho. No lo acostumbres a acostarlo en la cama contigo. No lo
acostumbres a cogerlo en brazos”, me dice la gente.
¿Tan
difícil será eliminar uno de esos hábitos? ¿Tanto sufrirá cuando tenga que
despegarse de esas malas costumbres? Los hermanos mayores nos acostumbramos a
ser hijos únicos hasta que llega un hermanito y nos destrona. Nos acostumbramos
a vivir en la casa familiar hasta que un día tenemos que mudarnos a un piso
pequeño y volver a empezar. Nos acostumbramos a una cama, a una tele, a un
coche, pero de pronto hay que sustituiros y empezar de nuevo con el proceso de
adaptación. Nos acostumbramos al calor de una pareja, hasta que un día te
abandona; a la seguridad de un padre, pero un día se muere; a la estabilidad de
un trabajo, pero estalla una crisis y se ven obligados a despedirte. Nos
acostumbramos al euro, a la tele basura, al tanga, a no fumar en los bares y al gin tonic con pepino. Si pudimos adaptarnos
a todo ello sin sufrir ningún trauma, creo que me arriesgaré y seguiré dándole
a mi bebé teta, cama y brazo sin temor a malacostumbrarlo.
Publicado en Las Provincias el 30/10/2015