Hoy quiero romper una lanza a
favor de los bancos, ahora que tan denostado se encuentra este término. Ni loca
defendería a esas empresas que guardan nuestro dinero para invertirlo en
inmuebles o valores fantasma bajo el
beneplácito de directivos y gobernantes que se han forrado a nuestra costa
metiéndonos en este agujero. Los bancos de los que quiero hablar son a los que
se refiere la RAE en su primera acepción, esto es, asiento, con respaldo o
sin él, en que pueden sentarse varias personas.
Son los bancos buenos, esos que se encuentran en los parques, en una tranquila
plaza o en un paseo frente al mar.
La relación que tenemos con ellos
nace en nuestra adolescencia, cuando se convierten en punto de encuentro de la
pandilla. “Quedamos en el banquito a las 6”.
Y esa parte del mobiliario urbano se transforma ahí en lugar de
confidencias y primeros cigarrillos furtivos. Un poco más tarde, cuando el
primer amor, un banco con ubicación discreta será testigo esencial de arrumacos
y susurros de parejas inexpertas. Pasan los años y los bancos dejan de formar
parte de nuestra vida. Pero un día, sin darnos cuenta, vuelven por la puerta
grande. Suele coincidir con la llegada de un bebé, lo que obliga a madres y
padres a dar un giro radical a los hasta entonces lugares vitales frecuentados.
El parque sustituye entonces al gimnasio, al bar, o la cama un sábado de
resaca. Los bancos, de madera, piedra o metal resurgen para hacerse
imprescindibles. En mi caso, han sido los paseos con mi perro los que me han
reconciliado con ellos. Ahora que empieza el otoño, es la mejor época para
disfrutarlos. Busquen el suyo. Son gratis, sin comisiones ni tasas de
cancelación.
Publicado en Las Provincias el 28/09/2012