viernes, 21 de octubre de 2016

NUEVA YORK IMAGINADA




Para los que todavía no la hemos pisado, Nueva York es una evocación, un inmenso decorado, una ficción en blanco y negro donde todo nos es familiar. Podríamos recorrer sus calles sin mapa, solo siguiendo los pasos de los personajes que la habitaron en la pantalla o sobre el papel. Desde hace un par de semanas, la gran manzana se ha convertido para mí en una obsesión. Compagino la lectura de una guía de viajes con novelas que discurren en la ciudad, leo blogs, miro fotos en Instagram, reviso películas del pasado y leo artículos en la prensa local. Me pregunto si cuando vaya, encontraré esa ciudad de cosas inadvertidas de la que habla Gay Talese en uno de sus maravillosos reportajes, o reconoceré algunos de los sitios por lo que discurren los personajes de Paul Auster, o me sentiré en algún momento a la deriva como el adolescente Holden Caulfield de Salinger.

Me imagino al amanecer deteniéndome frente al escaparate de Tiffany’s mientras resuena en mi cabeza la melodía de Mancini, o paseándome por ese otro lado salvaje de la ciudad que inmortalizó Lou Reed; pienso en los neones, los clubes nocturnos y la angustia del personaje encarnado por Edwad Norton en la grandiosa ‘La última noche’. ¿Detectaré la voracidad de los tiburones de las finanzas de los acólitos de Gordon Gekko cuando recorra Wall Street? ¿Podré asomarme al desencanto que acompaña a Cary Grant en lo alto del Empire State mientras espera a Deborah Kerr? Me hago estas preguntas mientras rememoro las localizaciones de Los Soprano en New Jersey, menos glamurosos que los lugares que frecuentaba Carrie Bradshaw. Sé que la realidad siempre es mucho más prosaica. Me conformo con trasladarme por un segundo al momento que viven Woody Allen y Diane Keaton bajo el puente de Queensboro en ‘Manhattan’.

Publicado en Las Provincias el 21/10/2016

viernes, 14 de octubre de 2016

EMPEZAR DE CERO



Mi identidad digital ha sufrido un duro golpe en el último mes. Primero trituré mi ordenador sin querer después de una caída letal y perdí todo lo que había dentro. Los últimos seis años de mi vida se esfumaron en el breve trayecto que separa la mesa de trabajo del suelo de granito. Tuve una sensación parecida a la de la gente que ha tenido experiencias cercanas a la muerte. En esos tres segundos vi pasar todo el contenido del disco duro ante mis ojos. Una vez mi amigo Santos, informático y mi ángel de la guarda cibernético, certificó la defunción del portátil, el mundo pareció que se derrumbaba. Pensé en las cosas importantes que guardaba: artículos que tenía a medias, un par de facturas sin enviar, basas de datos que había tardado años en recopilar, fotos que había guardado para futuros post… Ha pasado un mes y he sobrevivido.

Esta misma semana, otra vez sin querer (¿o fue quizás el subconsciente?), eliminé todos los e-mails que guardaba en mi correo electrónico de los últimos cinco años. Dos mil y pico e-mails absorbidos por el agujero negro de la red. Pude recuperar los imprescindibles, confirmaciones de billetes de avión, reservas de algún hotel y entradas que había comprado y que creí que almacenándolos en el e-mail estarían a salvo. Podía haber recuperado más, pero decidí que lo que no había necesitado en los últimos tres meses, no servía para nada. Y así fue. La luna no se ha salido de su órbita  y Wall Street no se ha desplomado con la pérdida de mi vida online. Me siento más ligera, como cuando uno hace una mudanza y se deshace de la mitad de las cosas. Me recomiendan que a partir de ahora haga copias de seguridad, pero yo tengo mis dudas. Eliminar toda la basura digital acumulada y empezar de cero de vez en cuando es liberador. 

Publicado en Las Provincias el 14/10/2016

VIVIR CON UN BÚHO



Vivir con un búho no debería suponer ningún problema, a no ser que usted sea una alondra convencida. La ciencia utiliza los nombres de ambas especies para diferenciar a las personas que son trasnochadoras y madrugadoras. Aunque de adolescente atravesé una etapa búho (también pasé una deliciosa fase marmota), milito desde hace tiempo en el bando de las vigorosas alondras que al primer microsegundo de sonar el despertador ya están en pie con los cinco sentidos alerta. No remoloneo entre las sábanas y jamás he utilizado aquello de “cinco minutos más”. Nada extraordinario, por otra parte, si no fuera por el hecho de que vivo con un búho contumaz. Mi pareja es un noctámbulo decidido, un vampiro que experimenta su máximo repunte de energía a las once de la noche. Mientras yo me arrastro agotada por los rincones, él podría escalar el Everest.

A la hora de la cena él está pletórico, relatándome los acontecimientos del día mientras las escasas neuronas que siguen funcionando en mi cerebro hacen lo posible por no desfallecer. La convivencia entre búho y alondra no es sencilla, sobre todo, hasta que te adaptas. Al principio crees que lo vuestro no podrá funcionar, echas de menos la calidez del cuerpo al acostarte, pero te amoldas y haces concesiones. En lugar de irte a dormir a las 22:30, aguantas hasta las doce mientras él algunos sábados se levanta a las 9 para llevar al niño a natación. También tiene sus ventajas. Ninguno de los dos molesta al otro en el baño por las mañanas ni tampoco hay riñas por las noches por qué ver en la tele. Además, hemos encontrado nuestro momento, el instante en que ambos nos cruzamos en ese término medio aristotélico con energías equiparadas. A la hora de comer, búho y alondra volamos juntos y olvidamos que somos aves opuestas. 

Publicado en Las Provincias el 7/10/2016

viernes, 7 de octubre de 2016

¿DE QUÉ SIGNO ERES?



Cada vez quedan menos certezas en este mundo. Cuando todavía no nos hemos recuperado de la separación de Brad y Angelina, viene la NASA y nos cambia los signos del zodiaco. A la Agencia Aeroespacial le ha dado por hacer unos cálculos que demuestran que existe una decimotercera constelación llamada Ofiuco y que por tanto, los signos del zodiaco no son doce sino trece. Al parecer, los babilonios, responsables de inventarse esto del zodiaco hace 3.000 años y con ello acuñar la frase más patética de la historia para intentar ligar, ya conocían la existencia de Ofiuco, pero decidieron obviarlo porque les convenía dividir el calendario en doce. Como cuando uno termina de montar un mueble de Ikea y le sobra una pieza, pero lo deja así porque intuye que aguantará. Por tanto, si usted ha nacido entre el 29 de noviembre y el 17 de diciembre, sepa que ya no es sagitario sino Ofiuco. Menudo nombre feo, por cierto.


Ya se han recogido varios casos de ataques de ansiedad entre el colectivo de astrólogos mientras que futurólogos y responsables de escribir el horóscopo en los periódicos llevan reunidos en gabinete de crisis desde que se conociera la noticia hace unos días tratando de buscar una solución consensuada. “¿Le damos la razón a la NASA, esa panda de astrónomos tocapelotas o seguimos con lo nuestro?”, se deben de estar preguntando en el cónclave de videntes. La noticia cae como un jarro de agua fría sobre las creencias de gran parte de la sociedad, que mañana cuando abran el diario para leer su horóscopo deberán tomar partido entre los científicos o los oráculos. El debate ya ha comenzado en las redes. Busquen en google cualquiera de las noticias al respecto y lean los comentarios que deja la gente. Demenciales. Un ejemplo más de hasta dónde llega la estupidez humana.

Publicado en Las Provincias el 7/10/2016