En el colegio de monjas en el que
estudié hasta los 14 años, la religión no se enseñaba, sino que se imponía. Se inoculaba en las mentes a medio formar de
los chavales de una forma demasiado brusca. Además de la obligación de ir a
misa todos los viernes, varias veces al año debíamos confesarnos. Ese momento
suponía para mí un trauma. Recuerdo que una vez, a la hora de poner en práctica
el sacramento, debí abrir mi alma demasiado y le dije al cura alguna idea absurda
que se me pasó por mi perversa cabeza de once años. El hombre no debía ser un
lince en psicología infantil y en lugar de quitarle hierro al asunto, me obligó
a rezar diez padrenuestros y quince avemarías. Mientras mis amigos jugaban en
el patio, a mí me tocó estar rezando durante casi una hora para absolver mis
graves pecados y volver a ser una buena cristiana. Fue la última vez en mi vida que me confesé y
supuso uno de los primeros pasos hacia el ateísmo que hoy practico.
Entre los mares de tinta que ha
originado la elección de nuevo Papa, leo que los alumnos del Colegio del
Salvador que coincidieron con el entonces padre Bergoglio preferían confesarse
con este antes que con el cura con el que lo hacían habitualmente, ya que el
Sumo Pontífice no tenía la costumbre de pegar el cachete de rigor ante la
confesión del pecado de la masturbación. De momento, por su trayectoria y sus
manifestaciones, el Papa Francisco I parece ser una persona que puede cambiar
el rumbo de una Iglesia demasiado alejada en ocasiones de las necesidades
terrenales. Si el jesuita intenta llevar a la práctica sus deseo manifiesto del
pasado sábado de una Iglesia pobre para los pobres, puede que consiga que los
descreídos como yo cambiemos de opinión ante una institución eclesiástica que
en muchas partes del mundo ha sido de ricos para los ricos. Las cosas no se
dicen, se hacen y de momento a Bergoglio le queda mucho trabajo por delante. Ojalá
lo consiga.
Publicado en Las Provincias el 18/03/2012
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