Fue
una de las mejores compañeras con las que compartí horas de esfuerzo, insomnio
y nervios en una de las primeras empresas en la que trabajé. Una
profesional competente, que no se amilanaba ante ningún reto y que durante una
temporada coordinó el equipo en el que me encontraba. Se notaba que venía de
familia bien. Modales exquisitos labrados en un entorno en el que la educación
es lo primero y modelados en un colegio religioso donde solo admitían chicas.
El jefe supremo que teníamos por encima tomó la decisión de despedirla,
simplemente porque sospechaba que le podía hacer sombra y ocupar su puesto en
un futuro. Ella, por causas que no vienen al caso, supo un par de meses antes
de que se ejecutara el despido, que se iba a la calle. No nos lo contó a
ninguno de sus compañeros cercanos y aguantó estoica poniéndole buena cara al
energúmeno que teníamos dirigiendo el departamento.
Hace
unas semanas, quedamos algunos de los ex currantes a cenar, y como es habitual,
salió a colación el tema de lo inepto que era nuestro jefe de entonces. Mi
compañera y amiga nos confesó con total naturalidad que durante esos meses en
los que ya conocía su destino le preguntó varias veces al incompetente del jefe
si quería un café de la máquina y le aliñó el vaso con un discreto escupitajo
que camuflaba removiéndolo con la cucharilla. El regocijo que sentimos los allí
presentes imaginándolo beber del brebaje compensó todos los ratos malos que nos
hizo pasar. Así que ya saben, nunca le pidan café a sus subalternos, sobre todo
si la relación con ellos no es del todo la deseada. Yo por si acaso, desde ese
día y a pesar de no tener personas a mi cargo, ya no dejo que nadie me lo
prepare. La maldad, aunque justificada, puedes ocultarse detrás de la
apariencia más inocente.
Publicado en Las Provincias el 26/04/2013