viernes, 21 de agosto de 2015

RETRATO DE UNA PLAYA



Hay playas y playas. No es lo mismo Ses Illetes, en Formentera, con su arena blanquísima, su horizonte de embarcaciones y sus italianas con biquinis minúsculos que la playa de El Perelló o la de Gandía, con sus familias equipadas con fiambreras de carne empanada, sus jubilados que pescan en la orilla y sus patinetes de alquiler. Tenemos playas estupendas en nuestro litoral. Pero hay algunas que parece que están reservadas para el disfrute del común de los mortales y otras que apuntan más alto y se perfilan más señoriales. Hace años estuve en una playa de la provincia de Castellón donde todos eran rubios, guapos y delgados. Me dio miedo. Parecía un experimento de perpetuación de la raza aria en la Alemania nazi. El público de una playa u otra lo determina el precio del metro cuadrado de las urbanizaciones cercanas, la dificultad del  acceso, la cercanía con las grandes ciudades o el espacio para aparcar.

En esas playas corrientes he observado que se repiten algunos perfiles. Está el deportista, corre, juega a voleibol o practica cualquier actividad náutica. Para él, la playa es solo el escenario que le permite seguir ejercitando sus músculos. O la familia numerosa, hijos, cuñados y abuelos que desembarcan en la arena con todos sus enseres como si quisieran apoderarse del lugar. También está la tía buena, que se tumba al sol solitaria, supuestamente ajena a las miradas de concupiscencia que desata. Y la pareja de tortolitos que no pueden evitar protagonizar tórridas escenas de amor. Pero sin duda, el que más me fascina es ese señor que recorre la playa a última hora de la tarde con un cacharro que pita al detectar algún metal, una versión cañí y actualizada de los conquistadores españoles en busca de El Dorado, pero con ínfulas algo más rebajadas.

Publicado en Las Provincias el 21/8/2015


MÚSICA SUPER ANIMADA



No hay nada más ingrato en una fiesta que encargarse de la música. Al organizar un evento de estas características, la típica fiesta de verano que celebramos cada año, nadie discute sobre la temática elegida para los disfraces. Tampoco se acercan a protestar sobre la calidad o cantidad de la cena ni se atreven a comentarte que no les gusta la decoración, la iluminación o la disposición de las mesas. Pero a la hora de empezar el baile, eso es otra historia. No importa que te hayas pasado horas delante del ordenador seleccionando las canciones que sonarán teniendo en cuenta las diferentes edades de los invitados ni que hayas ampliado tu cuota del servicio de música en streaming que escuchas habitualmente solo para que ellos puedan disfrutarla esa noche o que te hayas molestado en averiguar los últimos bombazos del verano para incluirlos en la lista, aunque te den ganas de vomitar cada vez que los escuchas.


Todo ese esfuerzo da lo mismo. En cuanto pasen diez minutos, alguien se acercará y te preguntará si no tienes algo más actual o más antiguo o más clásico o más moderno o más lento o más de los 80 o te dirán directamente que ellos tienen un pendrive con otra música. Como lo que quieres es que se lo pasen bien, accedes a la propuesta con una sonrisa con tal de que te dejen en paz. Al cambiar de disc jockey, hay un momento de subidón en que todos se levantan a bailar. Es electro latino. Eso que escuchan ahora los jóvenes y que suena todo exactamente igual.  Al cuarto de hora ya quieren volver a cambiarla y alguien dice que tiene una tarjeta con “un montón de música super animada”. Yo ya les he dicho que para la fiesta del año que viene vayan ahorrando y le pidan a David Guetta que venga a pinchar. A ver si se atreven a él a decirle que cambie la música.    

Publicado en Las Provincias el 14 de agosto de 2015

viernes, 14 de agosto de 2015

HOMBRES AL VOLANTE




Entre todas aquellas actitudes propias del género masculino provocadas por el exceso de testosterona, hay una que se lleva la palma por lo irracional, lo inútil y lo absurda. Me refiero a ese comportamiento chulesco y desafiante que un porcentaje muy alto de hombres adopta mientras conduce. Ante cualquier provocación de un conductor agresivo, o ante una maniobra equivocada, sea esta accidental o a propósito, la gran mayoría de los hombres que conozco grita, se enfada, toca el claxon y lanza toda clase de exabruptos acompañados por los aspavientos requeridos (meneo de cabeza, abertura de brazos, mirada asesina y si la cosa aumenta de tono, peineta). Esto suele ir unido a la clásica demostración para ver quien la tiene más larga que se traduce en adelantamientos arriesgados, frenadas o pisada de embrague y exceso de acercamiento con el coche con el que se tiene el conflicto.


Parece como si al montar en el automóvil, emerjan las reminiscencias del troglodita que todo hombre lleva dentro. Ese que hace que se nuble todo atisbo de entendimiento. Lo he comprobado con amigos, ex parejas y compañeros de trabajo. Hasta el tipo más pacífico del universo, ese que siempre huye del conflicto y nunca pone una mala cara, se convierte en un sádico Mr. Hyde en cuanto se abrocha el cinturón de seguridad. El problema radica en que nunca se sabe el nivel de salvajismo de la otra parte y cómo esta reaccionará ante la afrenta. Conozco dos casos recientes que terminaron uno en el hospital y otro directamente en la cárcel. Si además, amigos conductores, os dierais cuenta de lo que nos repugna a las mujeres que vamos de copiloto esta demostración de bravuconería y violencia gratuita, quizás os lo pensarais un poco. Habrá que cambiar el dicho. Hombres al volante…

Publicado en Las Provincias el 7/8/2015

LA BARRIGA DE DYLAN



Lo bautizamos como Dylan en cuanto lo vimos aparecer por la playa enfundado en su ceñido traje de neopreno. A todas se nos iban los ojos detrás de los bíceps de ese vasco que sujetaba la tabla de surf y miraba al mar desafiante. A nosotras, acostumbradas a que nuestros amigos jugaran a las palas como deporte extremo, aquello nos parecía la cúspide de la sofisticación. El nombre lo tomamos prestado de un personaje de la serie “Sensación de vivir” que nos volvió locas a las adolescentes de principios de los 90. El típico tío silencioso, problemático, algo canalla pero con buen corazón, arquetipo de las series dirigidas a púberes con las hormonas del revés. Ese tipo de hombre del que las mujeres nos enamoramos porque pensamos que viviremos mil aventuras a su lado pero que en el fondo solo queremos redimir para convertirlo en un aburrido padre de familia.


Nuestro Dylan vascuence fue durante muchos veranos la principal motivación de las chicas de las urbanizaciones cercanas para pasarnos diez horas al día en la playa por si ese día el dios Eolo tenía a bien concedernos su presencia cabalgando las olas.  Pasados unos años, dejó de venir. No fue ningún drama, ya se sabe que los amores platónicos estivales duran lo mismo que tarda en derretirse un frigopie a pleno sol. Hace unos días, paseaba por la playa cuando alguien llamó mi atención. Era un hombre de unos cuarenta años acompañado por su mujer y sus dos hijos pequeños. Llevaba el pelo más corto y sus facciones habían perdido la despreocupación que aporta la juventud, pero era él. Se estaba quitando la camiseta cuando vi asomar una prominente barriga que lo igualaba a cualquiera de los mortales que poblaban la playa. Se me cayó un mito. Ciertas personas nunca deberían volver a emerger de nuestros recuerdos.

Publicado en Las Provincias el 31/07/2015

AL AIRE LIBRE

Foto: Ricard Chicot



El verano es un estado de ánimo, lo decía la periodista de Las Provincias, Carmen Velasco, en su columna del pasado domingo. Un estado de ánimo que provoca que nuestro cuerpo se relaje y nuestra mente repose en stand by mientras hacemos las paces con un entorno que ignoramos el resto del año. Ese estado de ánimo se inclina a ensalzar cualquier actividad por nimia que sea.  Las siestas son más placenteras, el gazpacho sabe mejor y la cerveza es más refrescante que durante los otros nueves meses. Esta estación te ofrece regalos como el que me encontré hace unos días.  Subimos a una pequeña iglesia situada en lo alto de la Sierra de Irta, un lugar que visito con cierta frecuencia por sus magníficas vistas. Allí nos enteramos de que un par de horas más tarde se iba a celebrar un concierto de música clásica. Deshicimos nuestros planes para quedarnos porque lo bueno que tienen las vacaciones es poder cambiar de planes sin remordimiento.

Mientras el cuarteto de cuerda interpretaba a Haendel, miré hacia arriba y contemplé la silueta de la ermita que cortaba un cielo inundado de estrellas, la brisa del mar me erizaba la piel y sentía la tregua que da estar alejada del bullicio del pueblo. Pensé que todo es mejor al aire libre. Una sesión de cine en una terraza de verano tiene una magia con la que no puede competir una sala cerrada, comer bajo los pinos o junto al mar no puede ser superado por la sala del restaurante más distinguido ni hacer un deporte de interior es comparable a la libertad que te proporciona la tierra, el agua o la nieve. Pregúntenle a un surfista, a un esquiador o a un ciclista. En cuanto al amor, también le sientan los escenarios abiertos. Si nunca lo ha practicado al aire libre es que no ha exprimido el verano como se merece.

Publicado en Las Provincias el 24/07/2015