Hay playas y playas. No es lo
mismo Ses Illetes, en Formentera, con su arena blanquísima, su horizonte de
embarcaciones y sus italianas con biquinis minúsculos que la playa de El
Perelló o la de Gandía, con sus familias equipadas con fiambreras de carne
empanada, sus jubilados que pescan en la orilla y sus patinetes de alquiler. Tenemos
playas estupendas en nuestro litoral. Pero hay algunas que parece que están reservadas
para el disfrute del común de los mortales y otras que apuntan más alto y se
perfilan más señoriales. Hace años estuve en una playa de la provincia de
Castellón donde todos eran rubios, guapos y delgados. Me dio miedo. Parecía un
experimento de perpetuación de la raza aria en la Alemania nazi. El público de
una playa u otra lo determina el precio del metro cuadrado de las
urbanizaciones cercanas, la dificultad del acceso, la cercanía con las grandes ciudades o
el espacio para aparcar.
En esas playas corrientes he
observado que se repiten algunos perfiles. Está el deportista, corre, juega a voleibol o practica cualquier actividad náutica. Para él, la
playa es solo el escenario que le permite seguir ejercitando sus músculos. O la
familia numerosa, hijos, cuñados y abuelos que desembarcan en la arena con
todos sus enseres como si quisieran apoderarse del lugar. También está la tía
buena, que se tumba al sol solitaria, supuestamente ajena a las miradas de
concupiscencia que desata. Y la pareja de tortolitos que no pueden evitar protagonizar
tórridas escenas de amor. Pero sin duda, el que más me fascina es ese señor que
recorre la playa a última hora de la tarde con un cacharro que pita al detectar
algún metal, una versión cañí y actualizada de los conquistadores españoles en
busca de El Dorado, pero con ínfulas algo más rebajadas.
Publicado en Las Provincias el 21/8/2015