viernes, 25 de abril de 2014

MIENTRAS EL CUERPO AGUANTE


En 'Final de partida'  de Samuel Beckett

Mi tío Ramón Pons era ante todo un actor, un comediante, un titiritero. Preciosa definición aunque alguno haya intentado denostar su significado. Estuvo trabajando hasta hace un mes, cuando las fuerzas empezaron a fallarle. Qué suerte tuvo. Seguir en los escenarios a los 73 años y despedirse del respetable haciendo lo que más amaba. Era lo que le mantenía joven, a pesar de sus achaques. Lo visité en el hospital de Madrid donde había ingresado, preocupada porque al no tener una de esas familias tradicionales de mujer e hijos, pensé que se sentiría solo. Por la habitación desfilaron muchos amigos, actores y actrices de todas las edades que lo arroparon y lo cuidaron como parientes cercanos. Me emocionó ese cariño. 

Él decía que nunca había querido vivir una vida corriente. Por eso se embarcó en una profesión en la que pudo ser diablo y soldado, amante celoso y marido despechado, padre severo y dictador moribundo. En esa España gris de finales de los 50, se fue a Madrid donde trabajó en cine, televisión y teatro al lado de los más grandes. Dormía poco. En las noches de desenfreno entre función y función, vio varias veces a Ava Gadner alcoholizada, alternó con los intelectuales en las tertulias y se empapó de la cultura de un país que se desperezaba. Estuvo a la orden de directores enormes como Iván Zulueta, Chicho Ibañez Serrador o Almodóvar. Vivió en Méjico, Buenos Aires y Nueva York. Fue buen amigo de la hija de Burt Lancaster y tras un concierto, los Rolling Stones terminaron en una fiesta que se celebró en su casa de Madrid. Escribió sus memorias hace unos años, las llamó ‘Mientras el cuerpo aguante’. El lunes, su cuerpo se rindió. El amor que siento por el teatro y el ejemplo de que es posible vivir libremente es, para mí, su legado eterno. 

En un posado que hizo para Fotogramas en la época del destape






Publicado en Las Provincias el 25/04/2014

viernes, 11 de abril de 2014

EL PROFESOR


Amados y odiados, admirados y despreciados, cercanos y distantes, tan esenciales para algunos como indiferentes para otros. Los profesores cumplen, a lo largo de la existencia, un papel fundamental. En la infancia, los veneras como dioses; de adolescente o te cambian la vida o te la arruinan y en la Universidad, pueden influirte hasta decidir tu futuro. Para bien o para mal, los docentes marcan. Sea cual sea su influjo, uno los recuerda con ese respeto que infunde la autoridad que sobre ti ejercieron un día. Hace algunos fines de semana, me tomaba una copa con una amiga periodista en un garito del centro. En la barra, un grupo de señores con pinta de no salir mucho por la noche, charlaban y repasaban con el rabillo del ojo a las señoritas que tenían cerca.

Al darnos cuenta de que uno de ellos nos había dado clase en la carrera, nos acercamos a saludarlo con cierta efusividad, fruto del efecto etílico de la botella de vino de la cena. Hacía más de diez años que no lo veíamos. Lo recordábamos como un tipo serio que recorría los pasillos de la Facultad con ese aura de seguridad que otorga el desempeño de su profesión. Era uno de esos profesores formales con los que no funcionaban los trucos de inocentes Lolitas que de vez en cuando desplegábamos para que nos diesen alguna pista de las preguntas del examen. Tras ponernos al día de nuestras trayectorias profesionales, detectamos que nuestro antiguo profesor intentaba ligar con nosotras sin ningún pudor y con total descaro. Conseguimos escabullirnos, no sin que antes nos obligara a apuntar su teléfono y prometerle que le llamaríamos. En menos de diez minutos, consiguió echar por tierra toda aquella consideración que había quedado grabada en nuestra memoria. Del respeto al patetismo hay solo un paso. 
Publicado en Las Provincias el 11/4/2014

viernes, 4 de abril de 2014

ORGULLO S.A.

Miro abstraída por la ventana cuando veo pasar, entre el rugido del tráfico, una furgoneta de reparto de la antigua empresa de mis padres, aún rotulada con el nombre que ambos decidieron y con el logo que mi madre diseñó. Sin querer, siento una punzada de nostalgia, como cuando te cruzas con un viejo amigo con el que viviste grandes momentos pero cuya tendencia a meterse en líos acabó por alejaros. Cuando el principal sustento de una familia reside en su propia empresa, esta acaba convirtiéndose en un miembro más y su presencia invade buena parte de las conversaciones a la hora de la cena. Si la empresa va mal o hay algún problema, se traslada automáticamente al entorno doméstico, si por el contrario, el balance anual es positivo,  se celebra como cuando traías todo aprobado a final de curso.
Ser responsable de una empresa y de unos empleados que dependen de ti significa llegar el primero y marcharte el último, elegir las vacaciones cuando el resto ya las ha disfrutado y luchar con proveedores y clientes cada día. Los que nos hemos criado con unos padres que se dejaron la piel para que su empresa saliese adelante, sabemos que además de la faena atrasada, los disgustos también se colaban en el salón. Por eso, cuando una pequeña o mediana empresa, como son el 99% de las más de tres millones de sociedades de este país,  se ve obligada a cerrar porque el banco les cierra el grifo o las Administración no les paga, no solo se destruye riqueza y empleo, también desaparece una parte esencial de la trayectoria vital de una familia. Hace cuatro años que mis padres vendieron su empresa a otra compañía más grande. Me alegré de que se deshicieran de ella, pero al ver la furgoneta, no pude evitar recordarla con cierto cariño, pero sobre todo con orgullo.

Publicado en Las Provincias el 4/4/2014