En la vida de toda mujer llega un
día en el que se lo plantea. Sobre todo si, por casualidad, acaba de hojear el
Hola y aparece en portada Isabel Preysler, esa mujer que, al menos sobre el
papel, parece más joven que su hija Tamara. La tentación de hacerse algún
retoque sobrevuela a aquellas que nos acercamos a los 40, una edad que no sé
por qué, pero aterra. Hasta las que siempre apostamos por la naturalidad, las
que preferimos dormir media hora más a levantarnos para secarnos el pelo, las
que tenemos muchas más zapatillas que tacones y nunca nos hemos gastado más de
30 euros en una crema, lo hemos pensado alguna vez. Nuestra amiga María,
argentina, 39 años y la misma cara de niña de siempre nos contaba el viernes
pasado en una cena su primera experiencia con el botox. “Super recomendable,
chicas. Me veía reguapa”, decía mientras ensalzaba los efectos del líquido
paralizante.
El resto de amigas la
observábamos detenidamente tratando de encontrar en su rostro las razones que
nos impulsen a llamar a la clínica o a desterrar la idea. De momento, el miedo
a terminar como una muñeca de porcelana a lo Nicole Kidman se impone al deseo
de detener el tiempo en nuestras caras. Ese temor a parecer un fantoche es el
principal motivo que nos aleja a muchas del reclamo de la toxina botulínica,
pero luego empiezas a pensar y hay muchos más. Los viajes, los libros, una cena
en un gran restaurante con tu chico, los hijos, las series que todavía tienes pendientes,
el deporte, las excursiones por la montaña, ese grupo de música que vas a ver
este verano… Al final hay que elegir y prefieres invertir tu tiempo y tu dinero
en cosas que en lugar de borrar el paso del tiempo, lo fijen y en vez de
disimular las líneas de expresión, las acentúen. Las de alegría, claro.