De vez en cuando hay que
escaparse a una isla. Pero no vale cualquier porción de tierra que sobresalga
del mar. Para conseguir arrinconar el ritmo endiablado de vida que nos hemos
impuesto, la isla sobre la que recalemos debe ser una isla pequeña. Quedan
excluidas Japón, Reino Unido, Australia, incluso Mallorca, Ibiza y Tenerife. Lo
ideal es que en la isla no haya aeropuerto y solo se pueda llegar hasta ella
navegando. Allí no habrá gente que se maree ni personas que odien el mar. Es
una primera criba. La primera regla cuando uno se adentra en una ínsula es
adecuarte a la cadencia de la misma, más pausada y serena. Las prisas, las
preocupaciones y el mal humor hay que abandonarlos al desembarcar. Lo segundo
es llegar con poco equipaje y moverse de la manera más sostenible posible. Mejor
trasladarse en bici que en moto. Hay que alejarse de los puntos neurálgicos.
Cuanto más distancia haya entre tú y las tiendas de souvenirs, más beneficiosa
será la estancia en la isla.
Es imprescindible preguntar a los
lugareños por el mejor sitio para contemplar la puesta de sol. Cada isla tiene
el suyo. Un lugar secreto desde donde divisar un ocaso único y exclusivo para
ti y tus acompañantes. Es importante probar el pescado fresco capturado por
algún pescador local en aguas cercanas. Mejor si se acompaña con una botella de
vino blanco bien frío. Hay que aparcar los miedos a la fauna marina para adentrarse
en el mar por la noche, desnudo a ser posible. Pasar unos días en una pequeña
isla o unas horas en un islote reconforta el alma, despeja los nubarrones mentales y nos hace regresar
a la península con el ánimo elevado y las fuerzas renovadas. Pruébenlo.
Tabarca, Columbretes o Formentera tienen poderes curativos y están solo a un
tiro de piedra.
Publicado en Las Provincias el 24/06/2016