viernes, 24 de junio de 2016

LOS PODERES DE UNA ISLA



De vez en cuando hay que escaparse a una isla. Pero no vale cualquier porción de tierra que sobresalga del mar. Para conseguir arrinconar el ritmo endiablado de vida que nos hemos impuesto, la isla sobre la que recalemos debe ser una isla pequeña. Quedan excluidas Japón, Reino Unido, Australia, incluso Mallorca, Ibiza y Tenerife. Lo ideal es que en la isla no haya aeropuerto y solo se pueda llegar hasta ella navegando. Allí no habrá gente que se maree ni personas que odien el mar. Es una primera criba. La primera regla cuando uno se adentra en una ínsula es adecuarte a la cadencia de la misma, más pausada y serena. Las prisas, las preocupaciones y el mal humor hay que abandonarlos al desembarcar. Lo segundo es llegar con poco equipaje y moverse de la manera más sostenible posible. Mejor trasladarse en bici que en moto. Hay que alejarse de los puntos neurálgicos. Cuanto más distancia haya entre tú y las tiendas de souvenirs, más beneficiosa será la estancia en la isla.

Es imprescindible preguntar a los lugareños por el mejor sitio para contemplar la puesta de sol. Cada isla tiene el suyo. Un lugar secreto desde donde divisar un ocaso único y exclusivo para ti y tus acompañantes. Es importante probar el pescado fresco capturado por algún pescador local en aguas cercanas. Mejor si se acompaña con una botella de vino blanco bien frío. Hay que aparcar los miedos a la fauna marina para adentrarse en el mar por la noche, desnudo a ser posible. Pasar unos días en una pequeña isla o unas horas en un islote reconforta el alma,  despeja los nubarrones mentales y nos hace regresar a la península con el ánimo elevado y las fuerzas renovadas. Pruébenlo. Tabarca, Columbretes o Formentera tienen poderes curativos y están solo a un tiro de piedra. 

Publicado en Las Provincias el 24/06/2016

jueves, 23 de junio de 2016

TARDE EN EL SALVAJE OESTE



Había tratado de posponer el momento todo lo posible. Cada tarde buscaba cualquier excusa que me permitiera no adentrarme en ese mundo inhóspito, pero tuve que rendirme a la evidencia y un día de calor insoportable, me vi obligada a llevar al niño al parque por primera vez. Como tenía que ir adaptándome poco a poco al nuevo medio, elegí unos columpios en los que no había nadie, ni niños ni padres. Aquello parecía Chernobyl. Sin embargo, pronto advertí que el sol abrasador de las cinco de la tarde era una buena razón para seguir a la masa y mudarme a otra zona infantil a la sombra. Esta sí, repleta de niños chillones y madres en estado de alerta. A los cinco minutos me di cuenta de que en esta versión reducida del salvaje oeste existen unas reglas tácitas que hay que ir interiorizando para sobrevivir.

En esa jungla iniciática en la que conviven bebés de meses con niños de hasta 7 años, mi hijo, más pacífico que Gandhi hasta aquel instante, trató de meterle el dedo en el ojo a todos los allí reunidos. Por su parte, los otros niños intentaron morderle la cara, le echaron tierra en los ojos y le pegaron en la cabeza ante la indiferencia absoluta del corrillo de madres cuyos temas de conversación fluctuaban entre los mejores sitios para comprarles los zapatos a sus hijos y las bondades de los colegios privados en los que pensaban matricularles. Mi retoño intentó robar todas las pelotas de sus congéneres, sin éxito, porque no hay muro más inexpugnable que un niño defendiendo sus juguetes, y otro se bajó los pantalones y entre el tobogán y los balancines nos hizo una demostración de su errática capacidad de control de esfínteres. Todo muy entretenido. Sé que estoy condenada a pasar allí muchas horas, pero sinceramente, dudo que logre acostumbrarme.

Publicado en Las Provincias el 17/6/2016

miércoles, 15 de junio de 2016

EL MUSEO DE LAS RELACIONES ROTAS



Callejeábamos sin dirección por las calles empedradas de la ciudad croata de Zagreb cuando nos llamó la atención una señal que indicaba el camino hacia el Museo de las Relaciones Rotas. Pensamos que tendría algo que ver con la guerra de los Balcanes. Pero en lugar de movimientos geopolíticos, testimonios de etnias enfrentadas y nacionalismos, nos encontramos con que el pequeño museo exhibía objetos cotidianos de parejas separadas. Una figurita de cristal, un teléfono móvil, un enano de los que se ponen en el jardín. Cosas aparentemente intrascendentes que cobraban significado al leer la historia que los acompañaba. Esos relatos de desamor eran el auténtico material de la exposición. Objetos que dejaban adivinar finales llenos de rabia, como el hacha utilizada por una chica para destrozar los muebles de su ex; otros de comprensión, como la caja hecha de cerillas fabricada por un marido que dejó a su esposa por otra después de 18 años, u objetos que anunciaban desenlaces amargos y desoladores, como un vestido de novia o un osito de peluche sujetando un corazón.

Cualquiera puede formar parte de la exhibición. El único requisito para participar, tener el corazón roto. El museo admite donaciones. En lugar de echar al contenedor esa lámina que encontrasteis en un anticuario de Berlín, los pendientes que te regaló unas navidades o la primera carta de amor que le enviaste, uno puede escribirles y mandarles las cosas que un día fueron importantes y que el paso del tiempo transformó en recuerdos dolorosos. Las cosas que acumulamos, son solo eso, cosas que se olvidan, que se rompen o se pierden por el camino. Lo vital, las experiencias, las enseñanzas, los instantes de felicidad y tristeza, por mucho que queramos relegarlos a un museo, nunca nos abandonan del todo.

Publicado en Las Provincias el 10/06/2016

TEMAS DE CONVERSACIÓN



Voy andando por el Carmen un sábado temprano, a esa ahora en que algunos se acaban de acostar y otros hace un par de horas que se levantaron. Estos últimos son los únicos que transitan por las calles del histórico barrio. Casi todos rondan los 70 años. Van al mercado, a por el pan o a misa. Escucho con claridad fragmentos de las conversaciones que se entablan entre estos vecinos madrugadores. Reuma, cadera, artritis, tensión, próstata... Alcanzo a oír algunas de esas palabras en mitad del sosiego que tiene la ciudad a esas horas en la que los coches aún no circulan. Cada estadio de la vida tiene su tema de conversación recurrente. Amor, sexo, hijos, trabajo y salud. Esos son los cinco grandes argumentos de las charlas según la edad del interlocutor.

No recuerdo de qué hablábamos hasta los 12 años, entonces era más importante jugar. Pero un año más tarde, las niñas ya nos pasábamos horas comentando cualquier absurdo detalle del chico que nos gustaba. Ellos, por su parte, preferían hablar de fútbol. Amor, tierno e incipiente, pero amor al fin y al cabo. Por un niño o un equipo de fútbol. A partir de los 20, el sexo ocupaba un tiempo considerable en nuestros diálogos. Inexperiencia, descaro y hormonas se unían en un cóctel explosivo. Llegamos a la treintena y lo padres brasa eclipsan el 90% de las conversaciones hablando de sus hijos. El otro 10% comenta el partido del sábado pasado. Poco antes de los 40, la descendencia pasa a segundo plano y son los vaivenes laborales los que copan los coloquios. Al superar los 65, los achaques del cuerpo y sus tratamientos pasan a ser el tema principal, aunque en la consulta del médico, si uno presta atención, también se escucha hablar de otra cosa. ¿Lo adivinan? Los penaltis de la final de la Champions.

Publicado el 3/6/2016 en Las Provincias