Observo estos días cómo el hijo
de tres años de una amiga corretea desnudo por la playa junto a otra niña
desconocida que se le ha acercado para jugar y que comparte su mismo estado
natural. A ninguno de los dos les llama la atención ver sus pequeños
cuerpecillos tostados al sol libres de ropa.
Pienso en la felicidad que supone no estar contaminado aún por ese
sentido del pudor que años más tarde la inmensa mayoría de los occidentales desarrollamos
y que nos obliga a tapar aquellas zonas reservadas a ciertos menesteres que
comprenden no solo el placer, sino también la procreación y el amamantamiento.
A pesar de haber estado en playas
en las que el nudismo y el textil convivían sin problema, nunca
había experimentado la sensación de libertad que supone tumbarse en la arena
sin el incordio de un biquini. Me daba reparo. Pero lo bueno de los años es que
aunque ganes algún kilo, también sueles aceptar tu envoltorio tal y como es,
así que este verano aproveché una escapada relámpago a Formentera para dejarme
acariciar por los rayos del sol sin que existieran trabas de por medio. Una maravilla, oigan. Quien no se haya bañado
en el mar sin la atadura que supone un incómodo traje de baño, nunca habrá
sentido semejante comunión con los elementos. Me acompañaba una amiga que ni
siquiera había hecho topless en su vida y que después de algunas dudas, terminó
desnuda el resto del viaje. Debo apuntar que la playa testigo de nuestro
despelote estaba desierta y que ello fue de gran ayuda para romper nuestras
barreras. Si Dios nos trajo al mundo así, ¿por qué avergonzarnos de lo que
debiera ser lo natural? Maldita manzana que nos condenó a escondernos tras una incómoda
hoja de parra.
Publicado en Las Provincias el 31/08/2012