Una
de las múltiples bondades de dedicarse al Periodismo es que, dentro del
ejercicio de la profesión, uno puede acceder a posiciones privilegiadas
proscritas para el resto de mortales. Así, puedes conocer a personajes
pintorescos, visitar edificios a los que jamás habrías accedido, explorar
lugares inadvertidos y observar de cerca oficios a los que nunca te habrías
acercado a no ser que una historia lo reclamase. No quiero decir con ello
que trabajar en un medio te abra las puertas para ver el fútbol cada fin de
semana en el palco VIP ni te de línea directa con Moncloa. De los años en los
que trabajé activamente como periodista solo recuerdo haber aprovechado mi
condición para ver algún concierto menor y un par de obras de teatro. En todos
los casos, fue la parte interesada la que me lo ofreció. Siempre me faltó
morro, picardía y sutileza en esa arraigada costumbre de pedir.
Desde
hace unos meses fusiono dos de mis grandes pasiones, la gastronomía y la
escritura, en un modesto blog. Los lectores que me siguen, amigos y familia
sobre todo, me animan a escribir y profetizan que cuando sea una firma
reconocida, los restaurantes se disputarán mi presencia para invitarme a comer.
En el hipotético caso de que eso sucediera, imagino el mal trago que pasaría si
me invitasen a cenar en algún local en el que me horrorizase la comida. ¿Qué
haría entonces? ¿Contar la verdad o maquillarla? Aceptar regalos es fácil, lo
que parece más complicado es negarte a devolver el favor una vez la otra parte
lo requiera. Si además, el coste del obsequio excede lo que consideramos
socialmente aceptable, debe ser tarea ardua negarse. Por eso, y a pesar de que
soy consciente de que todos tenemos un precio, mientras pueda permitírmelo, mi
cuenta me la pago yo.
Publicado en Las Provincias el 28/2/2014