viernes, 26 de septiembre de 2014

ESOS DÍAS


Crisis es el nombre de la carpeta que mi amigo, un tipo metódico y de razonamiento cartesiano, guarda en su ordenador.  En su interior, una hoja de Excel recoge las fechas y motivos que desencadenan broncas y desencuentro con su pareja. Observándolo, se dio cuenta de que con una periodicidad regular había algo que provocaba disputas un tanto absurdas en su relación. Pasaron unos meses hasta que cayó en la cuenta de que el factor que alteraba su vida amorosa era eso que la ciencia llama síndrome premenstrual y que a las mujeres, en general, nos cuesta tanto admitir y reconocer. A partir de esa conclusión, mi amigo lo añadió a su documento como una nota importante a tener en cuenta. Según él, su método empírico, lejos de desprender tufo machista, le ayuda a saber si el aumento de irritabilidad, el exceso de sensibilidad o directamente la pérdida de papeles de su chica responden a ese suplicio cíclico con que la naturaleza nos dotó a las mujeres. Si es así, dice que se muestra más comprensivo.

El otro día, su novia estaba utilizando su ordenador cuando, de forma casual encontró la carpeta y por supuesto no tardó en abrirla para cotillear. Llamó a mi amigo para que le contara de qué iba aquello y después de que este le explicara esa personal clasificación de altercados conyugales ambos acabaron descojonándose del asunto. Claro, no coincidió con uno de esos días de ella. Si no, otro gallo habría cantado. Es cierto, la mayoría de nosotras somos víctimas de nuestras hormonas. Podemos llorar amargamente viendo Mr. Bean,  sentirnos como Escarlata O’Hara o atravesar la peor crisis de nuestra existencia cada 28 días. Pero dura poco y el tratamiento es sencillo, un poquito más de amor del habitual y un par de tabletas de chocolate. Señores, no es para tanto. 
Publicado en Las Provincias el 26/09/14

viernes, 19 de septiembre de 2014

MUERTA DE HAMBRE


‘Muertos de hambre’ es el título de un vídeo que circula estos días por la Red en el que dos actores tratan de explicar el significado de ser artista y la importancia que el cine, la literatura o la música tienen en la sociedad.  Mientras lo veía, me acordé de un chico con el que salí cuando tenía 18 años. El chaval, que era un encanto, pertenecía a una familia acomodada que rezumaba pasta gracias a la empresa fundada por su abuelo. Un día, coincidimos con su padre y me lo presentó. Antes de despedirnos, el hombre me hizo una pregunta en tono de desprecio con la que resumió su filosofía vital. “Y tú, ¿para qué estudias periodismo? ¿Para morirte de hambre?”. Solo le faltó escupir al suelo. Desde la inconsistencia de aquella tierna edad no supe qué contestarle. Me di media vuelta y me fui a casa sintiéndome pequeña, diminuta. Para él, yo no valía nada porque no tenía apellido compuesto ni un futuro en el mundo de las finanzas o la construcción.

Han pasado 16 años y excepto durante un par de meses al poco de acabar la Universidad, siempre he trabajado de periodista y he tenido para comer, alquilarme un piso, comprarme un coche e incluso viajar por varios continentes. Uno cuando se decide por esta carrera asume que no se hará rico y que currará más horas que lo que establece la ley. A cambio, si tienes inoculado el virus del Periodismo, este te ofrece maravillosas recompensas. Es cierto que la profesión no pasa por su mejor momento, pero yo no la cambiaba por ningún puesto directivo en el mejor de los Bancos. Por cierto, la empresa del padre de mi noviete de juventud cerró hace unos meses. Tuvieron que malvender el velero y el chalet de Jávea para pagar las deudas. Espero que a pesar de ello, nunca nadie le haga sentirse como un muerto de hambre.

Publicado en Las Provincias el 19/9/2014 

viernes, 12 de septiembre de 2014

INFIDELIDADES


Soy infiel siempre que puedo. A la menor oportunidad, me olvido de lo que nos unió y me echo en los brazos de otra. No les guardo ninguna lealtad y no tengo ningún remordimiento al sustituirlas. Las marcas, en mi opinión, no merecen la devoción ni la constancia que algunos le profesan. Nunca gasto dos veces seguidas la misma crema, cambio a menudo de detergente y no he tenido dos móviles del mismo fabricante. Como ocurre en las parejas, mi infidelidad, a veces, es por simple aburrimiento, otras por despecho y en alguna ocasión porque me dejo seducir por algún otro producto. Mi traición no sigue ningún patrón. Puedo decidirme por una nueva marca fijándome solo en su precio, en su calidad, en sus componentes o en su lugar de fabricación. Lo hago conscientemente. Ya que ellas me mienten diciendo que mis arrugas desaparecerán en quinces días, mi ropa quedará impoluta y mi conexión a Internet será rápida como el rayo, no veo nada de malo en abandonarlas y reemplazarlas por otras que me susurrarán nuevas mentiras.

Desconfío de cualquier táctica comercial. Conmigo no valen tarjetas de fidelización, descuentos de hasta el 70% ni ofertas del día. Cuando por fin se me acaba la permanencia, me dejo agasajar por otra compañía que no tardará en traicionar mis expectativas y dejar sin cubrir mis necesidades. Un desengaño más a estas alturas ya no duele. Con el tiempo he aprendido a sospechar de todas ellas. Como no es posible escapar de las garras del consumismo, me consuelo ejerciendo la poca libertad de actuación que me dejan. Hay una excepción. A las frutas y verduras de bajo de casa, a la pescadería del barrio y al quiosco de la esquina les guardo fidelidad absoluta. Ellos sí que saben tratarme como a una mujer, o al menos, como a un ser humano.
Publicado en Las Provincias el 12/09/2014

viernes, 5 de septiembre de 2014

SIN FILTROS


Las vacaciones son un paréntesis de dulce anestesia vital donde el tiempo transcurre a una velocidad distinta. Los días se estiran, acompañados por la luz del solsticio de verano mientras que las noches salpicadas por el vino y el salitre se hacen breves y amenazan con no ser suficiente para vengarse del áspero invierno. Los colores también se transforman durante el periodo vacacional, el azul se convierte en marino o turquesa, el verde en pistacho o esmeralda, el negro se torna en blanco y el rosa se vuelve coral. Los niños ensanchan su felicidad mediante ese salvajismo que solo permite el verano y los adultos aletargan sus preocupaciones durante unas semanas. Lo malo parece menos malo en los días de fiesta. Las últimas jornadas de agosto anuncian que en septiembre todo vuelve a empezar. Con la apertura del curso, los que ya abandonamos las aulas nos hacemos propósitos que no cumpliremos, pero que nos brindan energía extra para lo que viene.

Entonces, cuando aún no has alcanzado la primera quincena, te das cuenta de que no es verdad, de que el desasosiego que se quedó adormecido hace menos de un mes, sigue ahí y no ha cogido vacaciones. Tu cuñada sigue sin encontrar trabajo, el cáncer de tu amigo continúa avanzando implacable y la ausencia que dejó tu padre no remite. Los colores también olvidan su alegría y pierden intensidad derivando en ocres, granates y sobre todo grises y marrones. Marrones de todo tipo y condición. El negro vuelve a recuperar su cetro y la realidad se instala de nuevo como si el verano nunca hubiera existido. Las fotos de viajes que colgamos en Facebook e Instagram se van desdibujando hasta adquirir un aspecto naif que nos grita que por muchos filtros que queramos ponerle, la vida no acepta maquillajes ni tamices.  
Publicado en Las Provincias el 05/09/2014