Observo por vez primera entre mis
allegados la tendencia generalizada de dar el relevo generacional en lo que a
la celebración de comidas y cenas navideñas se refiere. Ese salto de padres a
hijos solo comprende, por ahora, el emplazamiento. Tú pones la casa, tu madre
la logística y el resto se encarga de la comida, no sea que nos quedemos sin
cenar. La fisionomía de la mesa en casa de un treintañero mileurista difiere de
aquellas mesas tan sofisticadas que se preparan en casa de nuestros queridos
ancestros. Para empezar, solo tenemos una vajilla, la de diario, comprada en
los chinos, que con suerte llega a las ocho piezas, así que si la familia
excede ese número, se opta por comprar platos de plástico, pero plástico del bueno,
que a una no le llega para vajilla de porcelana, pero aún le queda algo de
estilo. Por supuesto, no tenemos copas talladas de cristal fino para el cava,
ni palas de pescado y mucho menos pinzas para el marisco. Esos utensilios son
cosa del pasado.
El mantel y las servilletas de
tela son para nosotros otro anacronismo. No olviden que somos la generación de
usar y tirar. Las copas que utilizamos para el vino suelen llevar grabadas la
marca de algún ron y las fuentes para la comida las hemos ido recolectando de
las cenas en casa con amigos, por lo que no hay una igual. Con lo que no
cuentan nuestros padres es con la experiencia que tenemos en montar botellones
en las situaciones más adversas, muchas veces sin vasos y sin hielos, por lo
que sabemos apañarnos con lo que haya. Me dicen mi familia que he pasado la prueba y
que el año que viene podré preparar el aperitivo. Para mí, el balance es
positivo, acabo el año con nueve tuppers de carrillada y caldo de cocido además
de cinco botellas de vino. El próximo año, fijo que repito.
Publicado en Las Provincias el 27/12/2013