viernes, 27 de diciembre de 2013

RELEVO GENERACIONAL

Observo por vez primera entre mis allegados la tendencia generalizada de dar el relevo generacional en lo que a la celebración de comidas y cenas navideñas se refiere. Ese salto de padres a hijos solo comprende, por ahora, el emplazamiento. Tú pones la casa, tu madre la logística y el resto se encarga de la comida, no sea que nos quedemos sin cenar. La fisionomía de la mesa en casa de un treintañero mileurista difiere de aquellas mesas tan sofisticadas que se preparan en casa de nuestros queridos ancestros. Para empezar, solo tenemos una vajilla, la de diario, comprada en los chinos, que con suerte llega a las ocho piezas, así que si la familia excede ese número, se opta por comprar platos de plástico, pero plástico del bueno, que a una no le llega para vajilla de porcelana, pero aún le queda algo de estilo. Por supuesto, no tenemos copas talladas de cristal fino para el cava, ni palas de pescado y mucho menos pinzas para el marisco. Esos utensilios son cosa del pasado.




El mantel y las servilletas de tela son para nosotros otro anacronismo. No olviden que somos la generación de usar y tirar. Las copas que utilizamos para el vino suelen llevar grabadas la marca de algún ron y las fuentes para la comida las hemos ido recolectando de las cenas en casa con amigos, por lo que no hay una igual. Con lo que no cuentan nuestros padres es con la experiencia que tenemos en montar botellones en las situaciones más adversas, muchas veces sin vasos y sin hielos, por lo que sabemos apañarnos con lo que haya.  Me dicen mi familia que he pasado la prueba y que el año que viene podré preparar el aperitivo. Para mí, el balance es positivo, acabo el año con nueve tuppers de carrillada y caldo de cocido además de cinco botellas de vino. El próximo año, fijo que repito.

Publicado en Las Provincias el 27/12/2013

viernes, 20 de diciembre de 2013

CHARANGA Y PANDERETA


Me da igual no pertenecer a una superpotencia ni formar parte del G-8. Prefiero la alegría que nos caracteriza a la seriedad existencial que profesan en otras latitudes. Me gusta vivir en un país en el que se duerme poco y se trasnocha mucho, donde siempre hay un bar abierto para tomarse la última y alguien dispuesto a acompañarte. Me quedo con la cercanía que nos identifica antes que con la sobria frialdad de otras nacionalidades. Sin embargo, cuando veo ese optimismo impostado tipo happy flower que destila el anuncio de una empresa de chorizos al ritmo de la versión castiza de ‘My way’ apelando a lo más básico y emocional de nuestra idiosincrasia, no puedo evitar que me invada un sentimiento de irritación. Quizás todas esas cosas de las que habla el spot nos han llevado hasta donde estamos, a esa España de charanga y pandereta, que decía Machado.


Yo quiero vivir un país donde no baste la palabra de un policía para multarme cuando me manifieste porque unos señores están cercenando mis derechos. Quiero pasear por la calle con la tranquilidad de saber que ningún vigilante podrá cachearme y detenerme porque le parezco sospechosa. No tolero que ninguna ley se inmiscuya en la decisión de una mujer a decidir sobre su embarazo. Deseo una patria libre de amiguismos y clientelismos, donde los  responsables de jugar con nuestros ahorros devuelvan lo que robaron y paguen su pena; en la que los políticos recuperen la cordura, renuncien a los beneficios de los que no son merecedores solo por tener un escaño y donde los casos de corrupción no abran a diario los informativos. Y desde luego, no quiero vivir en una España en la que una familia entera se muera por comer alimentos de la basura. Solo entonces volveré a sentirme orgullosa de haber nacido aquí.



Publicado en Las Provincias el 20/12/2013




viernes, 13 de diciembre de 2013

PARAÍSOS CERCANOS


Todavía quedan en la Comunidad Valenciana unos pocos paraísos semivírgenes que han logrado escapar a la voracidad del ladrillo, a los inhumanos PAI y a los atroces planes urbanísticos que durante una temporada aprobaba como churros la Generalitat favoreciendo a ciertas constructoras. A uno de esos edenes me retiro cada vez que necesito desintoxicarme de la civilización. Es un lugar, cuyo nombre omitiré por si acecha el monstruo del urbanismo salvaje, rodeado de olivos, almendros y algarrobos y cuyo horizonte está perfilado por el mar. Un refugio en el que la oscuridad no está contaminada por la luz de ninguna farola, donde cuesta encontrar wifi en invierno y cuyos vecinos se saludan al cruzarse en el camino. Ubicado a los pies de una Sierra poblada de pinos y coronado por una diminuta ermita, allí también se ha construido en exceso, pero al menos su fisionomía no ha sido devastada al estilo Marina D’or. La crisis ha podido detenerlo a tiempo.




Comprenderán que para preservar esa pureza, acojo con recelo una noticia que recogía lasemana pasada LAS PROVINCIAS donde se anunciaba que un conocido interiorista valenciano, enamorado desde hace años de este poblado marinero, va a colaborar desinteresadamente con el Ayuntamiento de la localidad con el objetivo de fomentar el turismo. No dudo de sus buenas intenciones, pero tras ver las tropelías cometidas en nombre del desarrollo en otros puntos de nuestra geografía, quizás no sea lo más acertado tratar de atraer a los turistas, ese espécimen que durante quince días ocupa un territorio, arrasa con todo y si te he visto, no me acuerdo. Espero que la campaña de promoción fracase. Si no, en cuatro días nos han construido un rascacielos. Desgraciadamente, el campo de golf hace ya tiempo que está aprobado. 



Publicado en Las Provincias el 123/12/13

viernes, 6 de diciembre de 2013

AROMA A SALITRE

Vivir entre dos ciudades acaba siendo agotador. Hacerse la maleta cada jueves, estar pendiente de la meteorología, acordarse de mirar el precio del AVE a dos meses vista y olvidarse las gafas de sol o el cepillo de dientes en uno de los destinos acaba por quitarte la poca energía del final de la semana. Sin embargo, cambiar de escenario también es estimulante e incluso saludable. Cuando piensas que esta ciudad está muerta a todos los niveles, lo único que puedes hacer es poner tierra de por medio. El aire helado y seco de Madrid te recibe con una bofetada y hace que recuerdes que la humedad del Mediterráneo, aunque te cale los huesos, no es tan ingrata.

La capital del reino, con todo su caos, sus sirenas, sus enjambres de turistas y su tráfico, sus manifestaciones y sus huelgas de basura, ofrece al visitante un soplo de aire fresco. Madrid es poder elegir entre lo más castizo de su cocina y la multiculturalidad de la gastronomía de los países más remotos, descubrir garitos con ambientes y estéticas variopintos, decidir en qué sala de cine pasarás la tarde, dudar ante la oferta de exposiciones que te brindan, seleccionar la obra de teatro que te han recomendado, tomar las mejores cañas del país sin horario fijo. También refugiarte en el Prado cuando necesitas alejarte del ruido. Madrid te reconcilia con Valencia. Cuando contemplas la puesta de sol desde el Templo de Debod, rememoras las tardes de poniente en La Albufera, añoras los 26 grados del mes de noviembre, te acuerdas de los bares que ofrecen buena música, evocas esas paellas a leña en peligro de extinción. Recuerdas lo bueno que es respirar en el antiguo cauce del río. Y sobre todo, echas de menos el mar y su aroma a salitre.  Y te das cuenta de que a tu ciudad aún le quedan muchas posibilidades.



Publicado en Las Provincias el 6/12/2013