martes, 22 de diciembre de 2015

CASTILLOS EN EL AIRE



“La lotería es el impuesto que pagan los que no saben estadística”. Lo soltó así, a bocajarro, uno de mis compañeros informáticos el primer año que entré a trabajar en la empresa cuando fuimos a por los décimos de Navidad. Por supuesto que él no jugó y por descontado que al resto no nos tocó.  Cinco inviernos después, seguimos fieles a nuestra cita con el sorteo navideño, a pesar de que tenemos en plantilla a tres estadísticos. Dos de ellos, aunque se sepan de memoria la fórmula de Laplace (la probabilidad de que ocurra algo es el resultado de dividir el número de casos favorables entre el número de casos posibles) participan, sin convicción, pero por si acaso. El otro, además de no jugar, nos manda artículos que explican de forma precisa, es decir, para mentes no cuadriculadas como la suya, las probabilidades ínfimas de que nos toque alguno de los premios gordos.

Nosotros hacemos como si nada y nos pasamos los almuerzos previos al sorteo especulando a qué destinaríamos el dinero. A pagar la hipoteca, dicen los más sensatos. Viajes y comida, indicamos los hedonistas. Guardaría casi todo para la educación de mis hijos, explica una de las más juiciosas. Me compraría un helicóptero y un circuito de karting, señala el más sabio. Durante esos ratos, visualizamos esa eventual vida nuestra en la que gozaríamos de una mayor tranquilidad, sin deudas ni cargas; con la satisfacción de poder darte una alegría de vez en cuando sin remordimientos. Hablamos de ilusión, de sueños y fantasías mientras nuestro estadístico permanece callado en un rincón diseccionando números y datos y mirándonos como a marcianos. No sé para ustedes, pero para mí, gastarme 20 euros y pasar tres semanas construyendo castillos en el aire e imaginando una vida paralela es una ganga

Publicado en Las Provincias el 18/12/2015

viernes, 18 de diciembre de 2015

TOCAR MARE




Cuando de niños jugábamos a pillar, siempre había un columpio, un árbol o una esquina donde uno estaba a salvo. Al tocar ese punto, te convertías en intocable, adquirías inmunidad casi diplomática, podías refugiarte y descansar sin miedo a que tu perseguidor te diese caza. Tocar mare, lo llamábamos. Desconozco si los chavales de ahora lo siguen llamando así. Cuando te conviertes en padre, te das cuenta de un montón de cosas que hasta entonces te habían pasado inadvertidas. Aprendes el sentido literal de ciertas palabras como sacrificio, responsabilidad, nervios o generosidad, también aprendes lo que es tocar mare.


Ser madre significa tener que estar inventándose y adaptándose cada poco tiempo. Los trucos que utilizas hoy no valen nada pasado mañana. De pronto un día, mecer al bebé para dormirlo mientras tarareo una canción ya no funciona. Después de varios intentos fallidos, cambio de táctica y me acuesto con él en la cama. Mientras sus pequeñas manitas me tocan, me retuercen la nariz, me aprietan los mofletes, me dan algún que otro arañazo, me estrujan el pecho, el bebé se tranquiliza. El niño cierra los ojos y va calmándose hasta que por fin cae rendido.  Eso es tocar mare. Sentirse seguro y protegido, saber que hay alguien ahí que matará monstruos por ti y no dejará que entren los fantasmas en el dormitorio. Ese sentimiento de amparo no solo puede ser ejercido por la madre. Lo noto al volver de viaje. Después de cuatro días fuera, mi perro se pone mucho más contento de verme que mi hijo. Ha estado bien cuidado. Mare puede hacerlo un padre, los abuelos o una tía.  Mare, además, proporciona una sensación maravillosa que podría exportarse y venderse en los circuitos de relax y bienestar. Bebeterapia lo llamarían. Felicidad extrema, lo llamo yo. 

Publicado en Las Provincias el 11/12/2015

viernes, 11 de diciembre de 2015

UN DÍA COMO HOY

Este tío es tonto y os toma el pelo


Facebook, ese descomunal contenedor donde algunos vomitan todo aquello que se les pasa por la mente, ese espacio anegado de frases pseudo filosóficas que cuelgan los acérrimos de Bucay y Coelho, esa mirilla para espiar al prójimo que hace las veces de patio de vecinas y escaparate de nuestros siempre engrandecidos éxitos, se ha convertido, además, en hemeroteca de nuestra vida personal. La red social, a través de una funcionalidad, permite volver al pasado recordándote lo que hiciste hace un año, o dos o tres. Si deciden activar la opción “Un día como hoy”, el invento de Mr. Zuckerberg hará que vuelvan a ver las publicaciones de entonces. Aunque, por la propia lógica que opera en Facebook, la mayoría de esos recuerdos serán alegres (a poca gente le gusta exhibir lo desgraciada o gris de su existencia), puede ocurrir que algunas de esas efemérides sean inoportunas.

Quien le permita a Facebook ser sustituto de su memoria, podrá toparse con fotos de noches de parranda que te reconcilian con los amigos del alma, también mostrará estampas de un viaje, un fin de semana o una cena memorables. Pero igual que nos hará vagar por felices y remotas ensoñaciones, también podrá golpearle trayendo al presente alguna foto de un antiguo amor que se le pasó borrar y que todavía escuece, o el recuerdo de un amigo que dejó de serlo o puede que simplemente asome la vergüenza de una cita que escribió o una frase que contenía una falta de ortografía. Lo bueno de la memoria es que es selectiva y termina desterrando todo aquello que es perjudicial o inútil. Pero el algoritmo que decide qué recuerdos extraer no tiene alma ni tampoco piedad. Así que, cuidado con lo que publicamos. Dentro de un año habrá cosas que nos horrorice haber compartido con nuestros 638 amigos.

Publicado en Las Provincias el 4/12/2015

viernes, 4 de diciembre de 2015

EN CAMAS SEPARADAS


Dormir juntos está sobrevalorado. Al menos ese fue la conclusión a la que llegó un comité de sabias que se reunió en Valencia la semana pasada. En Ruzafa concretamente. Como habrán imaginado, ese comité, que se reúne una vez al mes para hablar de tonterías, quejarse de los maridos, organizar viajes que nunca hacen y sobre todo reírse, está formado por mi grupo de amigas. El otro día una de ellas vino a la cena preocupada. Hace un mes que ella y su chico se han mudado a un piso más grande en el que además del dormitorio principal, cuentan con otra habitación con cama de matrimonio para los invitados. A ella siempre le han molestado los ronquidos de su pareja y ha llegado un punto en que si se despierta a mitad noche y lo oye roncar, no puede volver a conciliar el sueño y se cambia al otro cuarto. Su novio, al darse cuenta del perjuicio que le estaba ocasionando decidió hace dos semanas que sería mejor que él se acostara todas las noches directamente en la habitación de invitados y así ella pudiese descansar mejor.

A pesar de que mi amiga insistió en que siguiesen durmiendo juntos, él se mostró firme. Llevaban dos semanas durmiendo en camas separadas y ella, aunque confesaba su temor a que ese tabique de separación repercutiera negativamente en su relación, nos reveló que nunca había estado de mejor humor. El resto del grupo, en lugar de convencerla para que volviese al lecho conyugal, la animó a continuar así. “Nunca fui tan feliz como cuando Juan se pasó un mes durmiendo el sofá”, decía una. “Pepe durmió en otra habitación cuando nació nuestro hijo y fue una de las mejores etapas como pareja”, explicó otra. “Incluso avivó nuestra pasión”, contó alguna. El dictamen fue unánime. Compartir tálamo y soportar ronquidos poco tiene que ver con el amor.
Publicado en Las Provincias el 27/11/2015