Aunque
soy defensora a ultranza de la sanidad pública y las pocas veces que he ido al
médico siempre lo he hecho a través de la Seguridad Social, me mosqueaba una
sospechosa mancha que había emergido en mi espalda y decidí pasarme por una
consulta privada para salir de dudas cuanto antes. Me atendió un dermatólogo de
unos cincuenta años, exquisito en el trato y que guardaba cierto aire con
Richard Gere. Después de examinarme, me dijo que no debía preocuparme, la
extraña aparición sobre mi piel se debía simplemente a las huellas del exceso
de sol. Respiré aliviada, pero el doctor, con voz grave y semblante serio me
dijo que tenía que comentarme otro problema que había detectado. Salió un
momento de la consulta mientras yo imaginaba todo tipo de enfermedades incurables.
¿Cáncer? ¿Lepra? ¿Algún bicho exótico que me traje de mi último viaje?
Los minutos hasta que regresó fueron interminables.
Una
vez se hubo sentado en su sillón, el tío me soltó que había notado que
alrededor de mis ojos asomaban unos breves surcos, conocidos popularmente como
líneas de expresión. Nada grave. Nada que no pudieran solventar unos chutes de
botox, que por supuesto él podría administrarme después de apoquinar 400 euros
por sesión. “Es completamente indoloro. "Dos veces al año y tu mirada volverá a
lucir como la de una quinceañera”. Mi estado de alucinación fue tal que
no fui capaz de contestarle y decirle que estaba muy contenta con mi mirada de
treintañera, y que esas arrugas eran el resultado de muchas muecas, infinidad
de risas y algún llanto que no pensaba eliminar de mi cara con un pinchazo de
una sustancia química paralizante. La próxima vez, volveré a la sanidad
pública. Hay listas de espera, pero al menos no intentan transformarte en una
vulgar Barbie.
Publicado en Las Provincias el 22/03/2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario