viernes, 28 de marzo de 2014

COSTUMBRES DE OTRA ÉPOCA

Hace unos días, estaba en casa de una amiga cuando me dijo que pusiese algo de música. Me acerqué hasta su ordenador, pero ella me señaló una estantería repleta de CDs. Revisé su colección discográfica como el entomólogo que inspecciona un insecto que creía extinguido y puse el disco seleccionado con mucho cuidado, como si estuviera manipulando una reliquia. Pensé en todas esas cosas cotidianas que forman o han formado parte de nuestra vida y que poco a poco van desapareciendo, esencialmente a causa de los avances tecnológicos. Como las cabinas de teléfono o las fotos en papel o los indispensables diccionarios que descansan en la librería junto a la polvorienta enciclopedia que espera su trágico destino.  También las cartas escritas a mano, las postales de colores desteñidos o los pañuelos de tela, que mi padre siempre utilizó.


Hay objetos, costumbres, palabras e incluso personas que a pesar de seguir manteniéndose hoy, pertenecen al pasado. Mi abuela Lola llevaba siempre consigo un pequeño transistor en el que escuchaba la radio las 24 horas del día. Se levantaba con las voces de los locutores y se acostaba escuchando a los tertulianos. Todos los días antes de comer tenía la costumbre de prepararse un vaso con mucho hielo y tres dedos de whisky, que acompañaba con sus cigarrillos Sombra. Cuando se enfadaba por algo, soltaba un “rediez” que nos hacía mucha gracia. Había en todo ello algo extemporáneo. Costumbres que formaron parte de una época, la suya, que siguió practicando a pesar de ser anacrónicas. Quizás la época de mi generación, esa en la que cada generación queda estancada, ya ha pasado. Y nosotros, que nos creímos tan modernos, acabemos hablándoles a nuestros hijos del VHS o de los recreativos mientras piensan “menudos carrozas”. 

Publicado en Las Provincias el 28/03/2014

viernes, 21 de marzo de 2014

CINCO AÑOS DESPUÉS

Hace cinco años también salimos huyendo del estruendo fallero. Algunas amigas y sus novios nos juntamos en la casita que mis padres tienen al lado del mar. Pasamos un gran fin de semana haciendo todas esas cosas que se hacen en pandilla, comer y beber en exceso y disfrutar de interminables tertulias que comenzaban al sol del mediodía y acababan de madrugada junto a la chimenea. Mecidos por los efluvios etílicos, convertimos la cocina en una pista de baile y nos hicimos amigos de todos los autóctonos que cerraron junto a nosotros el pub del pueblo. Un lustro después, esta semana conseguimos acoplar agendas y evocar aquellos días, solo que esta vez con refuerzos. Los novios se habían convertido en maridos y sus consecuencias directas correteaban por mi jardín armados con espadas, pelotas y muñecas.



En solo cinco años, los cambios son más que patentes. No solo los coches utilitarios de mis amigos han sido sustituidos por otros familiares, la mayoría de nosotros cambiamos de trabajo, de piso e incluso alguna reemplazó a su pareja de entonces. La ligereza de equipaje de aquella época, una mochila con cuatro trapos y muchas ganas de jolgorio, dio paso a maleteros repletos de utensilios para bebés y con ellos llegaron miedos desconocidos y nuevas responsabilidades, que sin embargo se afrontan con entusiasmo. El lugar sagrado que ocupaba la música hace cinco años ha sido desplazado por las voces aflautadas de los personajes de dibujos animados que hipnotizan a los chiquillos y la botella de ginebra que me llevé ha vuelto a casa intacta. No hemos trasnochado, pero a cambio nos hemos preparado unos desayunos que serían la envidia de cualquier hotel de lujo. Y lo más importante, cinco años después, la complicidad y las risas también se han mantenido intactas. 



Publicado en Las Provincias el 21/03/2014

viernes, 14 de marzo de 2014

COMIDA FAMILIAR


La relación que uno mantiene con sus progenitores a lo largo de su vida va variando y atraviesa fases de amor incondicional y armoniosa cordialidad a las que suceden momentos de insubordinación, desobediencia y rebeldía. Con los años te das cuenta de que, a pesar de las diferencias que os alejaron en el pasado, los padres son el refugio al que siempre puedes volver, pase lo que pase y hagas lo que hagas. Padres hay de todo tipo y condición, están los despreocupados y los miedosos, los pasotas y los pesados, los que te siguen tratando como a un crío y los que consideran que ahora eres tú el que debes hacerte cargo de ellos. Sea como sea, al 90% les une una característica común. Una vez emancipado, cuando les llamas para ir a comer, te organizan un banquete que supera cualquier bacanal romana.  

En los padres persiste la reminiscencia de un gen cavernícola que lucha por la supervivencia de la prole y que provoca que cuando vamos de visita nos ceben como al gorrino antes de la matanza. Para ellos, abandonar el nido es sinónimo de pasar hambre. Por eso, una comida de domingo con los padres puede llegar a competir en número de platos con el menú de degustación del extinto El Bulli.  Antes de la propia comida, un aperitivo al que siguen ensaladas y algunos platos más con la última receta de tu madre o el último descubrimiento de tu padre. De primero, algo ligero, un cocido, un arroz con acelgas, unos canelones y por si te quedas con hambre, un poco de fiambre y tres piezas de fruta, que seguro que nunca comes por la pereza de pelarla, frase indispensable en toda comida familiar. Aunque lo mejor ocurre a continuación, una columna de fiambreras te espera a la salida para solucionarte la semana y recordarte que como en casa, no se está en ningún sitio.
Publicado en Las Provincias el 14/03/2014

viernes, 7 de marzo de 2014

CONTRADICCIONES


Abro la despensa y solo encuentro algas deshidratadas, sopa instantánea de miso, semillas de sésamo, un sustitutivo edulcorante que no endulza... No reconozco mi alacena. ¿Qué ha pasado con el choricito que me trajeron de Salamanca y con las sardinillas en aceite que siempre me sacan de un apuro? Soy yo la única culpable. Fui yo la que la semana pasada, poseída por el espíritu de la alimentación sana y ecológica, me dirigí a una de esas tiendas bio a proveerme de víveres. Pero esta semana, mi yo habitual, el que no perdona la cervecita antes de la cena, reniega de ese arrebato saludable. En su lugar, mi yo deportista vuelve a adueñarse de mi cuerpo, ese yo que asoma cada lunes y que jura por lo más sagrado que saldrá a correr al menos tres días a la semana. Pero antes del miércoles, mi yo atlético se evapora sin dejar rastro. Entonces surge otro yo, el de la perfecta ama de casa que tiene su hogar reluciente y limpio como una patena, pero después de tres horas limpiando, se desintegra hasta quedar reducido a un recuerdo lejano.

En este punto hay muchas posibilidades de que me invada mi yo intelectual. Entonces empiezo a ver películas coreanas, a leer ‘En Busca del tiempo Perdido’ y a escuchar la Misa nº 2 en sol mayor de Schubert, pero me doy cuenta de que no puedo luchar contra mis gustos y empieza a emerger un yo más terrenal, mi yo jardinero, el que cada temporada planta verduras en su terraza con el mismo catastrófico resultado, tomates apolillados y lechugas marchitas. En tales ocasiones intento contrarrestarlo con un yo frívolo y superficial que apuesta por evadirse yéndose de compras, pero me resulta tan aburrido que vuelvo enseguida a intentar recuperar mi yo de siempre, el contradictorio, el múltiple, el del chorizo de Salamanca. 


Publicado en Las Provincias el 7/3/14