Hace
unos días, estaba en casa de una amiga cuando me dijo que pusiese algo de
música. Me acerqué hasta su ordenador, pero ella me señaló una estantería
repleta de CDs. Revisé su colección discográfica como el entomólogo que
inspecciona un insecto que creía extinguido y puse el disco seleccionado con
mucho cuidado, como si estuviera manipulando una reliquia. Pensé en todas esas
cosas cotidianas que forman o han formado parte de nuestra vida y que poco a
poco van desapareciendo, esencialmente a causa de los avances tecnológicos.
Como las cabinas de teléfono o las fotos en papel o los indispensables
diccionarios que descansan en la librería junto a la polvorienta enciclopedia
que espera su trágico destino. También las cartas escritas a mano, las
postales de colores desteñidos o los pañuelos de tela, que mi padre siempre
utilizó.
Hay
objetos, costumbres, palabras e incluso personas que a pesar de seguir manteniéndose
hoy, pertenecen al pasado. Mi abuela Lola llevaba siempre consigo un pequeño transistor
en el que escuchaba la radio las 24 horas del día. Se levantaba con las voces
de los locutores y se acostaba escuchando a los tertulianos. Todos los días
antes de comer tenía la costumbre de prepararse un vaso con mucho hielo y tres
dedos de whisky, que acompañaba con sus cigarrillos Sombra. Cuando se enfadaba
por algo, soltaba un “rediez” que nos hacía mucha gracia. Había en todo ello
algo extemporáneo. Costumbres que formaron parte de una época, la suya, que
siguió practicando a pesar de ser anacrónicas. Quizás la época de mi
generación, esa en la que cada generación queda estancada, ya ha pasado. Y
nosotros, que nos creímos tan modernos, acabemos hablándoles a nuestros hijos
del VHS o de los recreativos mientras piensan “menudos carrozas”.
Publicado en Las Provincias el 28/03/2014