Si
sumase todos los minutos de todos los ratos muertos que he tenido que aguantar
esperando a alguien por su impuntualidad, estoy segura de que el resultado
arrojaría una cifra elevadísima. Miles de minutos que juntándolos formarían
horas, días, semanas o meses de plantón, perdidos mientras esperaba sola en un
restaurante, en la puerta de un bar, junto a un portal o incluso en la calle
pelándome de frío o asfixiada de calor. Un tiempo precioso que podría haber
dedicado a aprender a algo útil, a leer un libro o a descansar, pero que he
tenido que malgastar esperando a que otros llegasen. El tiempo para mí es
un tesoro, el verdadero lujo, la felicidad absoluta cuando se dispone de él.
Por
eso, la impuntualidad es una de las pocas cosas que consiguen sacarme de
quicio. No concibo cómo alguien puede ser tan egoísta como para considerar que
su tiempo vale más que el tuyo. Uno de los propósitos que me he planteado para
este año es ser menos puntual. La puntualidad, aunque debiera ser una
virtud de la que enorgullecerse, es para mí casi un vicio del que no consigo
escapar. Quizá por esa manía mía de respetar a las personas con las que quedo,
siempre suelo llegar minutos antes de lo acordado y para ello el único secreto
es salir un poco antes de casa por si surge algún imprevisto. No parece
tan difícil. Debí portarme mal en mi anterior vida, porque casi todo mi círculo
cercano son tardonas profesionales. Mis amigas tienen un máster en este hábito,
y ahora con la llegada de la maternidad, se acrecientan sus tardanzas y
se multiplican las excusas. Menos mal que existe el Whatsapp y al menos ahora,
espero calentita en casa, aunque siga maldiciéndolas igual que antes.
Publicado en Las Provincias el 25/01/2013