viernes, 28 de noviembre de 2014

ALGO SE MUEVE EN VALENCIA

Foto: Deleste
Detecto desde hace algún tiempo ciertas vibraciones que anuncian que algo se mueve en Valencia y por extensión en esta nuestra Comunidad. Son como esos primeros movimientos que el bebé hace en el vientre. Al principio son leves, los notas pero no los identificas, hasta que se van haciendo cada vez más frecuentes y reconocibles. Últimamente me paraba a escuchar lo que esta ciudad ofrecía y observaba que frente a aquellos que ansían que nada cambie para que todo siga igual, hay gente trabajando duro y haciendo cosas que empiezan a modificar el panorama que los valencianos hemos tenido que soportar en los últimos años.  No suelen sobrepasar los 40 años, han puesto en marcha ideas y proyectos innovadores y no se han dejado amilanar por los privilegios adquiridos y prebendas de los de siempre.

El tándem corrupción y gestores políticos ha ensuciado el nombre de la Comunidad hasta conseguir que algunos no avergoncemos de pertenecer a ella. Desaparecieron la televisión y la radio públicas, los bancos y cajas de ahorros, los macroeventos deportivos y los certámenes culturales de cierto peso. Hoy, sin embargo, tenemos festivales de música como el Deleste, espacios que apuestan por la cultura alternativa como La Rambleta, excelentes marcas valencianas de cervezas artesanales, cocineros como Camarena, Dacosta o Begoña Rodrigo que se han convertido en nuestros mejores embajadores, gente como Héctor Molina, un agricultor de Villareal, como él mismo se define, que está recuperando semillas autóctonas o plataformas como València Vibrant que promueven el debate entre los ciudadanos para mejorar el entorno en el que vivimos. Frente al mundo viejuno y anquilosado que conocíamos, ellos, con su savia nueva serán los que de verdad rescaten esta tierra. 
Publicado en Las Provincias el 28/11/14

viernes, 21 de noviembre de 2014

EVOLUCIÓN


Un amigo al que le han ido las cosas bien en el terreno profesional, me decía mientras tomábamos algo en la terraza de su ático, que veía colmadas sus aspiraciones materiales tras haberse podido comprar una casa con vigas en el techo. Para él, las vigas de madera, con todo lo que ello implican, representaban el éxito.  Yo hace un mes que también alcancé una de mis cimas materialistas con la adquisición de un confortable sofá con chaise longue, el primero que tengo totalmente nuevo. Repaso mentalmente los sofás anteriores que han pasado por mi salón y no puedo evitar vislumbrar cómo ha evolucionado mi vida paralela a ellos.  

Cuando me emancipé hace siete años a un pequeño y bonito apartamento que compartía con una amiga, nuestro sofá lo formaban dos somieres con colchones cutres que por su composición y densidad debían ser de los 70. Nos daba igual. Los cubrimos con una colorida tela que alguien trajo de la India y los forramos de almohadones. Era incómodo, pero en él fuimos felices. Al cambiarnos de casa, unos familiares me regalaron los sofás que ya no querían. Estos ya eran dos señores sofás, con fundas extraíbles, respaldos reclinables y una antigüedad que no sobrepasaba los 20 años. Estaban algo viejecitos, pero mi amiga, mi perro y yo les dimos buen uso durante el tiempo que nos acompañaron. Hoy, este sofá de persona respetable que me envuelve durante las siestas de los domingos y me proporciona la anestesia de una existencia burguesa, ha añadido un nuevo quebradero de cabeza a mi vida. Ahora he de ingeniármelas para que mi perro no se suba en él.  Cada vez que salgo de casa, tengo que preparar un búnker alrededor del sofá para tratar de protegerlo mientras añoro la despreocupación que me ofrecían esos míseros colchones que me servían de diván.
Publicado en Las Provincias el 21/11/14

viernes, 14 de noviembre de 2014

DOS RAYITAS


Dos rayas. Dos rayitas aparentemente anodinas que te anuncian que a partir de ese instante, nada va a ser igual. Dos pequeñas líneas verticales que te gritan que, ahora sí, cierras un ciclo en el que, de vez en cuando, aún te permitías ciertas dosis de irresponsabilidad y se abre otro,  donde, según te cuentan, el yo queda relegado al sótano para ser sustituido por la tercera persona del singular. Las emociones se atropellan. Un shock inicial al que siguen sensaciones alternas de nervios, temor, estallidos de alegría con caída libre a la tristeza por aquellos que se lo van a perder. Te sobrevienen tres noches de insomnio, el mismo del que tanto te han advertido que sufrirás dentro de unos meses. A partir de ahí, tomas conciencia de la nueva situación, que a ratos te sigue pareciendo irreal y a la vez excitante. Mientras digieres tu nueva condición, el canguelo sigue allí instalado.

No pertenezco a ese grupo de mujeres que desde siempre han tenido clarísimo que su objetivo en la vida era el de procrear, cuidar y proteger a sus polluelos. Hace pocos años que la opción de la maternidad entró en mis planes. Quizás por eso, los primeros meses me hacía preguntas absurdas. ¿Cómo voy a ser una buena madre si no sé quitar las manchas de la ropa? ¿Qué pasa si me cae mal?  ¿Cuándo será la próxima vez que pueda coger un avión y viajar a otro continente? ¿Lo querré aunque sea feo?  ¿Tendré que poner esa entonación generalizada que se usa con los niños y que tanto me irrita cuando me comunique con él? Una vez eliminadas de mi mente estas sesudas reflexiones, entro en la segunda fase, en la que me encuentro ahora mismo, donde la ilusión va borrando los miedos y el vértigo abismal que apareció con esas dos rayitas se va transformando en pura felicidad. 
Publicado en Las Provincias el 14/11/14

viernes, 7 de noviembre de 2014

LA HERENCIA DE NUESTROS MUERTOS






Si nuestros muertos pudieran asomarse y ver, desde la alturas o desde los infiernos (cada cuál que elija) los eternos papeleos, las dificultades burocráticas y los trámites administrativos infinitos, impuestos aparte,  que supone para los familiares recibir los bienes que cosecharon en vida, más de uno decidiría, antes del deceso, vender sus propiedades y gastar sus ahorros con el fin de ahorrar a los herederos muchos dolores de cabeza. Teniendo en cuenta, además, el número de familias que se rompen después de la lectura del testamento por parte del señor notario, estoy segura de que el fallecido preferiría dejar su fortuna a cualquier institución benéfica con la que comulgue para evitar conflictos. Imaginen. Uno, al llegar a cierta edad, consciente de que la parca le acecha, podría gastar lo que ya no necesite en cualquier capricho frívolo y absurdo. Un crucero en goleta por los mares del Sur, un televisor 3D de 85 pulgadas, un recorrido por restaurantes con estrellas Michelin o ese bolso por el que siempre suspiró. Una despedida a lo grande.


Todo ello con la conciencia bien tranquila y sin dar explicaciones. Con ese fin de fiesta estaría además beneficiando el futuro de su cónyuge, hijos y sobrinos. En caso de que arraigara esta utópica práctica, no creo que el mundo fuese más justo. Seguirían existiendo depredadores cuya ambición les empujaría a ganar y gastar lo máximo posible durante su existencia a costa del resto, pero quizás, si supiésemos que nuestras posesiones no perdurarán, nos preocuparíamos menos por amasar y más por aprovechar lo que tenemos. En lugar de dejar a los hijos acciones, participaciones en empresas y un apartamento en la playa, los padres se asegurarían de transmitir valores, dotar de educación y cultura y equipar a los hijos con buenos recuerdos. Un legado intangible que vale más que cualquier patrimonio millonario.



Publicado en Las Provincias el 7/11/14