viernes, 18 de octubre de 2013

CUANDO UN AMIGO SE VA

En un plazo de quince días, me quedo sin dos grandes amigas. Ambas se marchan para buscar, no ya un futuro mejor, sino ese presente que se les niega en este país en ruinas. Como les pasa a muchas, demasiadas, personas de mi generación, se ven forzadas a exiliarse expulsadas por esta crisis que no hace distinciones. Con este éxodo de jóvenes todos perdemos. Ellos los primeros, quedándose con la incertidumbre de qué será de sus vidas y una sensación de derrota difícil de aplacar, perdemos los que estamos a su alrededor porque hay ausencias imposibles de rellenar y pierde esta España ingrata al desperdiciar talento, ganas y esfuerzo además de un importante inversión en formación que se lleva el país que los acoja.  


Dentro de dos semanas me quedo un poco más huérfana, pues los amigos te abrigan el alma de idéntica forma que lo hace la propia familia. Los vínculos de verdadera amistad no se deterioran con los kilómetros ni las fronteras, pero el tener lejos a tu gente te hace ser un poco más gris. A partir de ahora sustituiremos esas cañas de entre semana aliñadas con conversaciones infinitas que te llenaban de energía por una fría charla a través de Skype; las confidencias que nos hacíamos a cualquier hora, se reducirán a breves frases en el Whatsapp; pasaremos los momentos de desánimo sin apoyo y cuando tengamos algo que celebrar, siempre faltarán ellas para que la alegría sea completa. Los fines de semana serán más aburridos y cogeremos las vacaciones con menos ansias. Aunque la distancia sea un problema, ningún Canal de la Mancha ni ninguna hora de diferencia hará que nos olvidemos de los que nos une. La crisis nos ha quitado el trabajo, los pisos, la ilusión y los sueños. Ahora nos expropia a la gente que queremos. ¿Qué será lo próximo?
Publicado en Las Provincias el 18/10/2013

viernes, 11 de octubre de 2013

EL MEJOR DE MIS ERRORES

Podría vivir mucho mejor sin él. Estaría más relajada evitando el estrés que me genera su dependencia.  Disfrutaría de más horas de sueño e incluso me daría el lujo de dormir la siesta entre semana. Mi casa, concretamente mi suelo y en especial mi sofá, lucirían pulcros e inmaculados, sin rastro de pelos ni restos de babas. Habría prescindido de más de una contractura cervical y tendría un poco más de dinero en el banco, aquel destinado a veterinarios, pienso y juguetes de goma. Desde luego mis vecinos me odiarían un poco menos y quizás me avisasen para las reuniones de escalera. Me habría ahorrado broncas y disgustos de personas que odian a los perros y de otros que solo aman al suyo propio. Dispondría de más tiempo para salir a correr sin que 35 kilos se interpongan entre mi paso y el asfalto. Mis chaquetas y camisas no tendrían agujeros y seguiría conservando algunos libros de mi abuela que nunca habría leído.  Sufriría menos dolores de cabeza a la hora de irme de viaje. Sería todo más sencillo.




Sin embargo, todas las veces que me arrepiento de aquel arrebato que tuve hace tres años, que confieso no son pocas, se esfuman al despertarme cada mañana y notar su respiración a los pies de la cama. Se me olvida todo cuando entro en casa y me recibe loco de alegría, hayan pasado 5 horas o diez minutos desde que me fuera.  Desaparece esa sensación de esclavitud al verle sonreír (yo no lo sabía pero los perros saben sonreír) cuando lo suelto en el parque, en la playa o en la montaña. Se me pone cara de madre orgullosa cada vez que muestro a mi gente el truco que le he enseñado en el que se hace el muerto después de que le dispare imaginariamente. Ese error en el que caí hace unos años y que me da tanta vida, ni lo enmendo ni lo cambio por nada.  


Publicado en Las Provincias el 11/10/2013

viernes, 4 de octubre de 2013

EL JARDINERO INFELIZ




La grandeza de viajar sin rumbo fijo reside en la posibilidad de tropezarte con historias extraordinarias que no vienen en ninguna guía de viajes. Hace unos meses, recorrimos durante unos días la Sierra de Gredos. Al dirigirnos hacia el Monasterio de Yuste, atravesamos un pequeño pueblo situado en la comarca de La Vera. Detuvimos el coche maravillados al contemplar que a ambos lados de la carretera, setos y árboles se convertían en un pasillo de esculturas vegetales que formaban figuras de lo más variopinto. Cabras montesas, conejos, caballos, formas geométricas imposibles, coronas, botijos… Una curiosa demostración de lo que es capaz un hombre con unas tijeras de podar y un poco de imaginación.  


 Al volver a Valencia, pregunté a un conocido que tenía familia por la zona acerca de la historia que encerraba aquel museo al aire libre. Me contó que hacía muchos años, un jardinero comenzó a moldear aquellas plantas. Nadie sabe a ciencia cierta la razón por la que el hombre comenzó ese trabajo de orfebrería vegetal, pero tal era su habilidad que la Casa Real requirió sus servicios para trabajar en los jardines de Palacio. El jardinero declinó tan suculenta oferta y siguió con su apacible vida rural. Tiempo después lo encontraron muerto dentro de su coche. El Eduardo Manostijeras cacereño se había quitado la vida.  Tampoco conoce nadie los motivos. Su labor fue continuada por sus discípulos hasta hoy.  Durante meses, estuve tentada en llamar al Ayuntamiento para confirmar la versión de la historia, pero ante el riesgo de que me diesen una explicación más prosaica y cercana a la realidad, decidí dejar de investigar y quedarme con esa frase mítica de ‘El hombre que mató a Liberty Balance’: Cuando la leyenda supera los hechos, publica la leyenda. 

Publicado en Las Provincias el 4/10/2013