jueves, 29 de septiembre de 2016

LA VERBENA



Septiembre, además de mes de promesas incumplidas, propósitos ni siquiera iniciados y fascículos que ningún ser humano a lo largo de la historia ha completado, es el mes de las fiestas de los pueblos. Por toda la geografía española se suceden los festejos. Las calles se llenan de música; se celebran cenas, actos y pasacalles y se acota el centro del pueblo para que los energúmenos disfruten del sufrimiento y el maltrato animal. El pasado fin de semana estuve en una de esas pequeñas poblaciones con unas fiestas populares cuya fama ha trascendido su límite geográfico. Acude gente, no solo de pueblos de alrededor, sino de la capital y de la provincia de al lado. Durante mi adolescencia, estas fiestas eran sagradas. Nos metíamos veinticinco en un caserón de algún conocido, dejábamos que el alcohol corriese alegremente durante los dos días y nos adaptábamos fácilmente a las costumbres rurales.


Han pasado exactamente 20 años de aquello. El sábado, la verbena se celebró en la misma plaza de la iglesia donde hace dos décadas mis amigos y yo lo dábamos todo. Pero ya no era igual. Para empezar, solo conocía cuatro canciones de todo el repertorio con que la orquesta nos amenizó durante las tres horas que estuvimos. Me preguntaba, compungida, qué le había ocurrido a nuestra Chiquilla y a nuestra Raffaella Carrá. Eso sí, con las que me sabía, me vine muy arriba. En el ambiente olía mucho a pis, los pies se te pegaban al suelo y hacía bastante frío. Factores que nunca advertí de zagala. Ni el pueblo ni yo somos ya los mismos, pero a pesar del paso del tiempo, de las distinta sensaciones y de la convicción de que mi cultura musical popular se quedó estancada hace unos cuantos lustros, la velada fue tan cachonda como cualquier verbena que se precie.

Publicado en Las Provincias el 23/09/2016

jueves, 22 de septiembre de 2016

LA MODA DE LO ECO



Hubo un tiempo, a finales de los 90, en que en los bajos comerciales disponibles solo abrían tiendas de móviles. En cada esquina de cada manzana de cada barrio te topabas con uno de estos negocios. Décadas más tarde fue el turno de los establecimientos de cigarrillos electrónicos y sus espantosos rótulos, que años después fueron sustituidos por las letras a tamaño gigante de ‘Compro oro’ que crecían como setas en cualquier parte de la ciudad, fuera L’Eixample o Malilla. Cada vez quedan menos de estos locales que se alimentaban de la necesidad de las familias españolas por rascar lo que fuera vendiendo la cadenita de la comunión de la niña. Desde hace poco, si observas a tu alrededor, el negocio de éxito son las franquicias de panadería con un diseño cuidado y la promesa de que los productos que allí consumes están elaborados de forma artesanal y llevan muchos cereales. Yo solo veo un horno eléctrico donde meten masa congelada por lo que me cobran el doble de lo habitual.


Desde que comenzó el verano, observo una nueva tendencia. Con solo dos meses de diferencia, han abierto en mi barrio, en un radio de medio kilómetro, dos supermercados ecológicos y una tienda de productos orgánicos. Lo natural está de moda. Desayunamos leche de avena con semillas, comemos quinoa, cenamos tofu, seitán y sopa de miso mientras renegamos de la carne y abominamos de la química. Alimentarse bien, tratando de consumir productos frescos y de proximidad, apostar por los pequeños agricultores y ganaderos y el kilómetro cero es muy importante, no solo por el bien de nuestro organismo sino también por la responsabilidad social que ello implica, pero existe el riesgo de que esta corriente eco termine siendo algo efímero y superficial. Como cualquier otra moda de usar y tirar.

Publicado en Las Provincias el 22/9/16

viernes, 9 de septiembre de 2016

ELEGIR EL SIGUIENTE



Siempre que estoy terminando uno, pienso en el siguiente. En cuanto pasamos los últimos minutos juntos, lo dejo y como una esposa infiel, elijo al que será mi próximo compañero sin pizca de remordimiento. Es culpa de mi naturaleza ansiosa, que no me permite vivir sin saber cuál será mi objetivo inmediato. Aunque no empecemos inmediatamente nuestra relación, me tranquiliza saber que está ahí, esperándome, sin prisas, como los noviazgos de antes. Lo bueno es que siempre tengo cola para elegir. Dependiendo del humor que tenga ese día, de la estación en la que estemos o de los viajes que tenga en perspectiva, me inclino por uno u otro. Es lo que tiene ser un poco compulsiva. En mi mesilla siempre hay cuatro o cinco libros esperando a que los lea.


El criterio para seleccionar mi próxima lectura es tremendamente arbitrario. Durante una temporada intenté combinar un autor contemporáneo con algún clásico, pasaba de Milena Busquets a Gustave Flaubert, pero me cansé, me parecía forzado. A veces, un libro me lleva a otro, del mismo escritor o temática similar, aunque prefiero no encadenar dos novelas del mismo género. Otras veces me fío de las sugerencias de alguna persona con criterio o elijo algún libro al azar, solo por su diseño, como el que tira de chorboagenda. En ocasiones es el libro el que me elige a mí. Me acerco a la estantería a depositar el que he terminado y empiezo a ojear los libros que heredé de mi tío y mi abuela (adoro ese rito), de pronto un lomo, unas letras o un nombre captan mi atención y ya no hay vuelta atrás. Eso es lo más bonito. Cuando estás preocupada o inquieta y empiezas a leer la historia de la familia Buendía y todo se esfuma. Y te das cuenta de que lo único que necesitabas para estar bien era meterte en la cama con Cien años de soledad.

Publicado en Las Provincias el 2/09/2016

VOLVER A SER NIÑOS



Nos pasamos la mitad de nuestra niñez y adolescencia deseando hacernos mayores. Para ser más altos, para no tener que obedecer a nuestros padres, para que dejen de pedirnos el carnet en la discoteca. Una vez convertidos en adultos, aburridos del tedio y las responsabilidades, anhelamos volver a la infancia y hacemos lo posible para sentirnos jóvenes de nuevo. Unos jugando a Pokémon Go, otros iniciándose en los deportes de riesgo a los 40 años, algunas estirándose la cara para borrar el paso del tiempo de sus rostros, hay quienes se apuntan a una jornada zombi. La última actividad para volver a sentirse un niño son los campamentos para adultos. Estancias de varios días en un lugar remoto en el que desconocidos de entre 20 y 70 años se juntan para hacer yincanas, saltar sobre colchonetas hinchables y hacer guerras de almohadas. Estos campamentos han empezado a popularizarse en Estados Unidos, ese país especialista en producir entretenimiento en serie. Los venden con la promesa de que el adulto vuelva a emocionarse.

Solo de imaginármelo, me entran sudores fríos. Una única vez estuve de campamento, debía de tener 10 u 11 años y me pareció terrible. Un montón de niños durmiendo en el suelo en barracones, comida mala, duchas sin intimidad, juegos que no me divertían mientras los mayores buscaban fósiles, que para mí entonces era lo más. Me aburrí bastante y nunca repetí. Una cosa es no perder de mayores esa capacidad infantil de la ilusión y la inocencia y otra distinta tener que recurrir a los planes que hacíamos de niños para sentirnos vivos. Yo, con 35 años, tengo muchas formas de emocionarme. La voz de Silvia Pérez Cruz, unos versos de Miguel Hernández o algunas escenas de Blade Runner. Mucho mejor que cantar canciones alrededor de una hoguera.  

Publicado en Las Provincias el 26/08/2016