miércoles, 30 de marzo de 2016

EXCESO DE EMPATÍA



Según la psicología, uno de los rasgos característicos de un psicópata es la ausencia de empatía. Esa incapacidad de ponerse en el lugar del otro puede provocar el desarrollo de una personalidad antisocial que acabe desencadenando actos crueles o violentos. Hay numerosos estudios acerca de la psicopatía, sin embargo hay un trastorno opuesto que la ciencia no ha estudiado como debería, me refiero al exceso de empatía. Los que lo padecemos andamos siempre haciendo equilibrios por la delgada línea que separa el identificarse con los demás del implicarse demasiado emocionalmente. Me pasa a menudo con la mayoría de gente con la que interactúo. Tiendo, además, a compadecerme de los perdedores. Me da pena el trabajador que despiden, aunque lo tenga merecido; el marido abandonado, aunque sea un imbécil integral y el equipo de fútbol al que derrotan en una final, menos el Real Madrid. Sobre este equipo mi empatía es nula. Lo mismo que con políticos de cualquier color.

Empatizo con las madres que hacen malabarismos con el tiempo, empatizo con ciclistas, músicos callejeros y captadores de socios de ONG, empatizo mucho con los perros abandonados, con las mucamas al servicio de las familias ricas de mi barrio y con esos niños que recogen del autobús y que pasan poco tiempo con sus padres. A veces me dan ataques de empatía y limpio la casa antes de que venga la persona que me ayuda o doblo la ropa que me he probado en una tienda con más celo que la dependienta. Ese exceso de empatía ha llegado a la cima esta semana cuando me he visto en medio de una conversación en la que he terminado defendiendo a los falleros a los que mis interlocutores tachaban de irrespetuosos. Justificando sus actos he sido consciente de que quizás ya sea el momento de hacérmelo mirar.

Publicado en Las Provincias el 18/3/2016

viernes, 18 de marzo de 2016

EL MEJOR AMIGO DEL NIÑO



Ahora que he pasado por las dos experiencias, puedo corroborarlo. Lo más parecido al amor que despierta un hijo es el amor que uno profesa por su perro. Puede sonar raro, pero entre un cachorro de humano y un can no existen tantas diferencias. Tanto el bebé como el chucho te necesitan para sobrevivir y dependen de ti para cubrir sus necesidades básicas: alimento, cobijo y aseo. Nada en comparación con lo que ellos te dan. Te quieren de una forma incondicional, sin importarles tus errores, manías o defectos. Te enseñan a valorar lo importante. Te requieren para jugar en el momento más inoportuno y consiguen darle la vuelta al peor de los días. Por lo demás, uno ladra y el otro llora, pero los sentimientos que provocan son muy similares. Cuando me quedé embarazada, la gente me preguntaba qué pensaba hacer con Blues. “Tendrás que regalarlo”, me sugerían algunos (que nunca han vivido con un perro, obviamente). Más allá de agenciarme una buena aspiradora, yo no veía ese problema de convivencia que otros detectaban.

Aunque confieso que me aterraba el primer encuentro. Me preguntaba si Blues, un perro de 30 kilos con un carácter algo caótico, lo acogería bien o lo recibiría con desconfianza. Consulté a veterinarios y adiestradores, todo coincidían. Deja que lo huela, observa al perro y actúa con naturalidad. Eso hice. Once meses después, el niño gatea por toda la casa persiguiendo al perro que paciente y resignado, va cambiando de rincón; le estira de las orejas, le golpea la cabeza y si me descuido, comparten algún que otro juguete. Las mayores carcajadas del bebé se las provoca el perro. No puedo imaginar una forma mejor de que mi niño aprenda a respetar a los animales y descubra la lealtad, la alegría y el cariño de un perro que criándolos juntos.

Publicado en Las Provincias el 11/3/2016

viernes, 11 de marzo de 2016

PEQUEÑAS EVASIONES

Foto: Club de las Malas Madres


Mi amigo se alegró cuando su mujer, que nunca en su vida se había calzado unas zapatillas de deporte, empezó a salir a correr una vez por semana. Todos los martes él se quedaba con los niños y ella volvía a la hora y media, visiblemente más relajada. Ambos compartían uno de esos relojes que miden el tiempo, la distancia y el ritmo de la sesión. Uno de los días que él lo utilizó vio que su esposa, en su última salida, había corrido dos kilómetros, 16 minutos en total. Se preguntó qué habría hecho la hora y cuarto restante. Desde entonces, revisaba los resultados cada vez que ella volvía de correr. Siempre lo mismo. Dos, o tres kilómetros a lo sumo, 18 o 20 minutos. Después de mes y medio, la angustia se hizo insoportable. Se la imaginaba corriendo junto a un tipo rubio de complexión atlética con el que recorría esos dos kilómetros hasta su apartamento, donde daban rienda a sus deseos durante la siguiente hora y pico. Una noche se lo preguntó sin preámbulos.

Ella le confesó que en realidad lo de correr era la excusa para dejar a los niños y desaparecer durante hora y media. El tiempo que no hacía ejercicio se lo pasaba sentada en un banco hablando por teléfono sin que nadie la molestara. No es ninguna excepción. Tengo amigas que se bajan a Mercadona a la menor ocasión solo para olvidarse de sus hijos o sacan al perro siempre que pueden a pesar de que ya haya paseado. Aunque el caso extremo nos lo confesaba hace poco otra conocida. Le tienen que operar de un bultito sin importancia y ella, a pesar del temor, está anhelando entrar en quirófano para estar tres días sin ocuparse de sus hijas. Malas madres, pensarán algunos; pequeñas evasiones necesarias, decimos nosotras cuando nos contamos los trucos que utilizamos para escapar de tanto en tanto.

Publicado en Las Provincias el 4/3/2016

viernes, 4 de marzo de 2016

DEFENSA DEL TARAREO



El silbido está en declive. No hablo del silbido eufórico en un concierto ni de silbarle al perro en el parque para que vuelva. Esos silbidos pragmáticos no me interesan, han perdido su sentido epicúreo. Me refiero al silbido que acompaña al currante durante su jornada de trabajo, mientras pinta el rellano, luce una pared, prepara la comida o friega el suelo. Silbidos que entonan una melodía y que sencillamente tratan de hacer más llevadera la faena. Mi abuela me contaba que cuando ella era joven, las mujeres solían cantar mientras trabajaban en casa, cosían o hacían la compra. Los patios de luces de principios del siglo XX eran nuestro Spotify, solo que con coplas, boleros y algún pasodoble. Hoy aquellas voces amateurs encargadas de colorear una España grisácea han sido desbancadas por la tecnología. Hoy por las calles se escucha el insufrible repertorio de reguetón que los chavales llevan en su móvil. 


Si el silbido anda en desuso, el tarareo tampoco pasa por su mejor momento. Me doy cuenta porque yo me paso el día tarareando. Tarareo en casa cuando estoy contenta, tarareo para dormir a mi niño, tarareo por la calle cuando saco al perro. A veces se me olvida que estoy en la calle y la gente me mira raro. Tararear es síntoma de alegría y si estás alegre la mayor parte del tiempo el resto piensa que eres un poco gilipollas. La alegría no tiene muy buena prensa. Pero yo tarareo igualmente porque tararear es el sustituto natural de los que no sabemos cantar, o no debemos por el bien de nuestros semejantes, ya que la naturaleza nos dotó de una voz análoga a la de Joaquín Sabina de resaca. Si pienso en mi padre, lo recuerdo siempre tarareando. Yo he decidido seguir la tradición. La música, aunque sea desentonada y entre dientes, hace la vida mejor.  

Publicado en Las Provincias el 26/3/2016