Tengo un amigo
húngaro que después de la cuarta cerveza, el tercer vino o el segundo
gin-tonic, lanza su teoría acerca de la fragmentación de la naturaleza humana. Para
él, el mundo se divide en dos. Los que sí y los que no, lo que van a algún
sitio y los que no van a ninguna parte, los tolerantes y los intolerantes,
clasificación esta última que considera esencial, definiéndose él mismo como un
tolerante absoluto. Más allá de consideraciones etílico filosóficas, es cierto
que la posición del hombre frente al mundo suele segmentarse en dos. Los que lo
observan con la nostalgia del blanco y negro y los que lo perciben con el
optimismo del tecnicolor, los que eligen
la brisa marina y los que optan por el aroma silvestre de la montaña, los hinchas
del fútbol y los seguidores del baloncesto, los amantes de Mad Men y los
defensores de Los Soprano. García Márquez o Vargas Llosa, cañas o barro, churros o buñuelos, pechos
sugerentes o trasero turgente, vino o cerveza, los Beatles o los Rolling.
Aunque estas
posiciones se rellenen con matices, benditos matices en algunas ocasiones y
desafortunados en otras, siempre se está más próximo a un extremo u otro. Leía
hace poco una entrevista a una escritora española que se mostraba orgullosa de
no haberse significado nunca hacia ningún lado de la política. No me siento representada, decía. Como muchos
de nosotros, imagino. No hace falta apoyar de forma explícita ningunas siglas
para exponer tu postura ante ciertos asuntos. Desconfío de la gente opaca que
no sabes hacia donde se dirige. En la vida, hay que mojarse y elegir, aunque
luego uno se contradiga, como mi amigo húngaro que siempre acaba la noche
defendiendo que dentro de su postura de tolerancia máxima lo único que no puede
tolerar es la intolerancia.
Publicado en Las Provincias el 20/3/2015