domingo, 28 de julio de 2013

BOTELLAS DE NUESTROS PADRES


Hay un rincón en las casas de la mayoría de los padres que me fascina.  Me refiero al mueble bar, ese lugar donde reposan las botellas añejas que se suelen sacar únicamente cuando los invitados se resisten a irse. Una visita reciente al armario en el que se guardan las bebidas espiritosas en el apartamento de mis padres, me descubrió joyas tales como un brebaje de color blandiblú alojado en un recipiente que pretendía representar las casas colgantes de Cuenca, una botella de vodka de cuando todavía existía la Unión Soviética que solo con olerla hizo que me marease o licores de varios tipos de semillas y frutos viejunos que solo pueden ser ingeridos por padres a partir de los 50, como orejones, bellotas, madroños, grosellas o membrillo. Encontré también vinos de ciertas regiones que con dos o tres lingotazos podrían haber tumbado hasta al pirata más fiero del Mediterráneo y una botella de ron blanco con una etiqueta de los años 70, con el que imaginé mis progenitores y sus amigos brindando por la llegada de la democracia.



Emuchos hogares estas bebidas permanecen impasibles al paso del tiempo, rodeadas por las copas de cristal fino que solo se sacan en fiestas de guardar. Me pregunto por qué se le tiene tanto apego a la botella que compramos en una pequeña aldea en nuestro último viaje aquella que nos trajo el primo Enrique de su luna de miel. Ahora bien, en defensa de estas bebidas bizarras diré que suelen llenarnos de alegría, ya que cuando se acude al mueble bar de un padre significa que tú y tus acompañantes habéis acabado con las existencias de cualquier otro tipo de alcohol que no sea considerado ‘vintage’. Así que esa noche mi chico y yo terminamos tomando una copita de licor de regaliz. Sabía a rayos, pero a falta de pan…  
Publicado en Las Provincias el 26/07/2013

EL TATUAJE

Te das cuenta de que tu etapa de maduración ha alcanzado nivel maruja tirando a carcamal cuando te sorprendes dando un consejo que tú nunca hubieses aceptado. Mi prima de dieciséis años, metamorfosis de esa dulce niña a la que llevé de la mano por Terra Mítica, con la que vi algunas de las mejores películas de dibujos animados y a la que acompañé al circo varias navidades, me decía el año pasado en la playa que quería hacerse un tatuaje. Como una aún recuerda con claridad la efervescencia de la más tierna juventud, en lugar de intentar disuadirla, preferí hacerle ver que cuanto más tarde se tatuase, mayor sería la seguridad que tendría al  elegir el dibujo y el lugar de su cuerpo y por tanto, menor el arrepentimiento futuro.  “La forma de pensar que tienes a los 15 es muy diferente a la de los 30, recuerdo que le dije. Afortunadamente, pensé para mí.
Segura de que mi advertencia no tendría ninguna validez, el otro día me enteré a través de una foto en Facebook que mi prima ha cumplido su sueño y se ha hecho el tatuaje. Más grande de lo que probablemente a sus padres les parecería aceptable y en un lugar más visible de lo que se puede considerar socialmente correcto. Aun así, ha sido lista y ha elegido un hueco donde podrá esconderlo siempre que quiera. Porque aunque ella crea que nunca lo querrá ocultar, siempre llega un momento en que las cicatrices rebeldes de la adolescencia molestan. Pero hasta entonces, le animo (sin decírselo) a seguir haciendo el tonto y a equivocarse mil veces. Está comprobado que el que no hace locuras en su juventud, luego las intenta hacer en su madurez. Y eso sí que es patético. Además, con qué autoridad le voy a decir a la chiquilla yo nada. También era menor de edad cuando pasé por el estudio de tatuajes.

Publicado en Las Provincias el 19/07/2013

viernes, 12 de julio de 2013

NOCHES DE INCENDIO

Cuando mi buena amiga Clara se mudó por amor a una pequeña localidad de Cuenca, nunca imaginó que el vecino que vivía en el bungaló de al lado sería tan determinante a la hora de mejorar la calidad de su vida en pareja. Ya me había hablado de él en alguna ocasión. Un tío moreno de metro ochenta, que combinaba su apreciable atractivo con una simpatía que solo hacía acrecentar más si cabe su encanto y que como guinda tenía una de las profesiones más estimulantes para las mujeres. Era bombero. Durante años, siempre que mi amiga se lo cruzaba, él iba acompañado de su mujer, una rubia despampanante que compartía su afición por el corpore sano y cuyo culo prieto daba buena cuenta de sus horas de gimnasio.



Hace unos meses, Clara me confesaba que después de seis años de convivencia y con un bebé de un año a cuestas, su vida sexual dejaba mucho que desear y se reducía a monótonos y escasos encuentros. Sin embargo, no hace mucho un acontecimiento imprevisto cambió el rumbo de su vida conyugal. Se enteró de que el matrimonio entre su vecino y la rubia había naufragado. A los pocos días, lo constató al ver entrar en casa del bombero a una esbelta morena, a la que siguió en las siguientes semanas, un desfile de mujeres que al parecer le mantenían entretenido mientras superaba el duelo. Por lo visto, tanto el hombre como sus compañeras de lecho no tenían ningún reparo en dar rienda suelta a sus pasiones y a través de la pared del dormitorio de Clara, se escuchaba el show del ardiente vecino en estéreo y dolby surround. Ya sea por imitación, por acallar los sonidos de la fogosidad vecinal o porque la imaginación de mi amiga la traslada hasta el dormitorio de al lado, lo cierto es que ella y su marido han vuelto a recuperar las noches de incendio de antaño.

Publicado en Las Provincias el 12/07/13

viernes, 5 de julio de 2013

LUEGO TE LLAMO


Hay frases que dichas desde la más absoluta ingenuidad, pueden provocar un auténtico tsunami emocional. Sobre todo si el emisor es un hombre. Especialmente si la receptora es una mujer. El contexto, ese espacio donde todo adquiere sentido, que ambos se encuentren en los primeros meses de relación.  No me refiero a sentencias llenas de hondo sentimiento o intensa solemnidad del tipo “te amaré hasta la muerte” o “nunca podría vivir sin ti”, no, hablo de expresiones corrientes y molientes tales como un inocente “luego te llamo” o un banal “hablamos más tarde”.  Tomen nota, señores. Si después de emplear esas frases para despedirse de su chica por teléfono, usted no vuelve a llamar en un plazo máximo que varía de tres a seis horas, puede irse preparando para la bomba de relojería que le puede caer.

No importa que no se tenga nada que decir. Si el hombre no encuentra la excusa para marcar el teléfono, siempre puede echar mano de ese manido “No te llamaba para nada en concreto. Solo me apetecía escuchar tu voz”. Lo que sea para aplacar la desbocada imaginación de una mujer que empieza a enamorarse.   Porque en los albores de una nueva relación, ese trastorno inicial que sufrimos la mayoría de las féminas, hace que nos tomemos al pie de la letra todo lo que dice el otro.  Y si el tío no vuelve a llamar es porque esconde algo, está con alguna ex novia, borracho con sus amigos o ha perdido el interés por nosotras. Los hombres seguramente nunca hayan reparado en esta cuestión, pero después de escuchar durante horas a varias de mis amigas desgranando y contando los pollos que les habían montado a sus parejas tras semejantes promesas incumplidas, puedo asegurar que no es tema baladí.  Mi compañero de trabajo dice que estamos todas perturbadas. Es posible
Publicado en Las Provincias el 05/07/2013