viernes, 27 de junio de 2014

LUGARES COMUNES



Nuestras conversaciones, y por tanto, también nuestra existencia, están repletas de lugares comunes. Son frases hechas, expresiones comodín y sentencias tan vapuleadas por el uso que se aceptan sin cuestionar su significado. Nos hacen la vida más fácil y la convivencia con el resto más amable, pero encierran ideas heredadas, generalidades banales o simplezas absurdas y huecas que nos impiden reflexionar con claridad y hacen asomar nuestra ignorancia. El paso del tiempo, ese ente abstracto, es muy dado a este tipo de citas descafeinadas. Dos ejemplos claros, “el tiempo pone a cada uno en su sitio” y “el tiempo lo cura todo”.  Mentira podrida. Por desgracia, el mundo está lleno de sinvergüenzas que viven sin la menor desdicha hasta el último día y el espíritu está salpicado de heridas que nunca acaban de cicatrizar, por muchos años que pasen. 

 De entre todos esos tópicos del lenguaje, los que más me irritan son aquellos cuyo sentido está vinculado a la inexorabilidad del destino, tratando de reconfortarnos a través de esas conclusiones baratas y de optimismo pueril estilo Paulo Coelho. “Querer es poder” o “quien la sigue la consigue”. Pero las que me causan mayor espanto son esas manidas “las cosas pasan por algo” o “lo que tenga que ser, será”.  Nos eximen así de cualquier responsabilidad ante las decisiones que tomamos y nos abocan a aceptar las cosas tal y como vienen. Por supuesto que hay situaciones ante las que no podemos hacer nada, pero en la mayoría de los casos, son nuestros actos los que desencadenan las consecuencias que luego lamentamos. La próxima vez que su interlocutor intente convencerle de que “todas las opiniones son respetables” o de que “las arma las carga el diablo”, huya.  Si le recrimina algo, respóndale, “así es la vida”.

Publicado en Las Provincias el 27/06/2014

viernes, 20 de junio de 2014

VIVIR ENTRE REJAS


Cuando el albañil acabó de instalar la reja, miré a través de la ventana y sentí una inmensa pena al contemplar el campo de olivos contiguo a nuestra casa a través del frío acero de los barrotes. Blindar todas las aberturas al exterior con unas verjas que dificulten el acceso ha sido la única solución que nos ha quedado después de que los cacos entraran a robar por cuarta vez en un año en la casita que tiene mi familia en la playa. Es el precio que hay que pagar por vivir apartado del urbanismo salvaje. No tienes que soportar el ruido de coches, niños ni vecinos, pero a cambio, se multiplican las posibilidades de que asalten la residencia que te sirve de paraíso particular a pesar de que no haya nada de valor en su interior.
El uso de los barrotes, inventados en la antigüedad con el fin de encerrar a personas o animales para evitar que saliesen del espacio enrejado, ha derivado en un elemento de protección y seguridad frente al temor y desconfianza que nos producen los otros. Hoy muchas de esas rejas de hierro han dado paso a otras barreras de aspecto menos agresivo y más adecuadas a este tiempo de corrección política. Se camuflan bajo parabanes hechos con materiales resistentes, cristales de doble espesor y cubículos trasparentes e infranqueables.  Las encontramos en bancos, en algunos comercios e incluso en los taxis. En los parques zoológicos se disfrazan de fosos, pedruscos y casuales zonas acuáticas, pero a pesar de su semblante inofensivo, siguen cumpliendo un papel de reclusión. Hay rejas visibles y otras invisibles, las que creamos nosotros mismos, todas acaban arrinconándonos y deshumanizándonos. Cuando vuelva a la casa de la playa, habrán terminado de colocar el resto de los barrotes. Va a ser muy duro mirar al mar entre  las rejas.   
Publicado en Las Provincias el 20/06/2014


viernes, 13 de junio de 2014

PREFIERO SER UN INDIO

Los grupos e intérpretes con los que uno alimenta sus gustos musicales durante la adolescencia terminan siendo parte importante de ese ADN cultural formado por obras que se clavan a fuego en esa época de despertares. Aunque años más tarde reniegues de aquel estilo musical, esas canciones son la banda sonora que acompañan la excitación de los primeros besos o el recuerdo de noches etílicas. Nunca se olvidan. El grupo que escuchábamos una y otra vez en la soledad del cuarto o con la pandilla en los botellones fue en mi caso, y en el de muchos de mi generación, Extremoduro. Una banda de rock español con cierto sabor macarra y callejero cuyas letras acerca del amor, la vida y el fracaso escritas con lirismo y aspereza fueron perfilando nuestra manera de entender el mundo.


Veinte años más tarde, la banda extremeña no ha perdido ni un gramo de autenticidad y su música sigue desatando las mismas pasiones que entonces. El pasado viernes me embargó una emoción propia de la pubertad que me duró todo el día y parte de la noche ante el concierto que dieron en Valencia. Quince mil personas atravesamos ese puente reservado a los bólidos de la Fórmula 1, símbolo vergonzoso del dispendio de entonces, para dirigirnos al recinto custodiado por un monumental escenario formado por contenedores portuarios que como un templo pagano cortaba la silueta de la noche. Gritamos, saltamos, vibramos y cantamos canciones que creímos olvidadas, con el aroma agrio de la cerveza y el asfalto y como el himno de un bando derrotado,  renovamos nuestros votos confirmando que veinte años después, preferimos seguir siendo indios a importantes abogados. El 25 veré a los Rolling Stones en el Bernabeu y dudo mucho que la piel se me erice como lo hizo el pasado viernes con Extremoduro. 
Publicado en Las Provincias el 13/06/2014

viernes, 6 de junio de 2014

Y YO CON ESTOS PELOS


Nos guste o no, la vida de una mujer está ligada ad eternum a tres personas sin las que nuestra existencia sería algo más ardua. No hablo de la madre, la amiga íntima o la pareja. Insustituibles, sobre todo las dos primeras. Me refiero a esos profesionales que por unos u otros motivos se tornan indispensables. Una mujer puede vivir perfectamente sin mantener una relación cercana y duradera con su mecánico, su carnicero o su psicólogo, pero jamás podrá tener una vida apacible sin las visitas regulares a su ginecólogo, su esteticista y su peluquero. Son la Santísima trinidad de la subsistencia femenina. Del imprescindible trío, un peluquero con el que conectes es, sin duda, el más difícil de encontrar.

Conozco a pocas mujeres que estén contentas con su pelo. Las rubias quieren ser morenas, las de pelo rizado se mueren por lucir melena de Pocahontas mientras que las de cabello lacio desean el rizo y volumen del rey de pop en los JacksonFiveUna señorita podrá cambiar de novio, de gimnasio o de crema hidratante cuantas veces quiera, pero si encuentra un peluquero que la entienda, le jurará fidelidad eterna. No es nada raro pedirle a tu peluquero un cambio de look radical tras una ruptura amorosa creyendo que cambiando de pelo, cambiaremos de vida. “Toñi, mi novio me ha dejado. Hazme el ultimo peinado de Rihanna”. Si es una buena profesional, tratará de disuadirte en esos momentos de enajenación mental. En mis tres últimas visitas, y sin desengaño sentimental de por medio, le pedí a la mía el corte de Scarlett Johansson, el de Keira Knightley y el de Michelle Williams. Hizo su trabajo a la perfección, pero algo falló porqué en lugar del aire francés de Jean Seberg en “Al final de la escapada”, me parezco más a Eva Hache. Menos mal que el pelo crece.

Publicado en Las Provincias el 6/6/2014