viernes, 29 de enero de 2016

LA SUITE



El lujo, al menos lo que se suele entender como tal, no me interesa demasiado. Las joyas deslumbrantes, los hoteles exclusivos, los bolsos con lista de espera o los cochazos deportivos me parecen el máximo exponente de lo que por estos lares llamamos coentor. Carnaza para futbolistas y constructores de nuevo cuño. Para mí el lujo significa otra cosa. Una buena comida, una larga sobremesa con la compañía adecuada, tiempo para leer, un paisaje que sobrecoja y cualquier cosa al lado del mar.  Este sincero convencimiento tenía yo hasta el pasado viernes, cuando un error fortuito tambaleó los cimientos de mi candorosa opinión. Mi chico y yo nos escapamos el fin de semana a un pintoresco pueblo de la Mancha.  Habíamos reservado una habitación estándar con muy buena pinta y precio asequible. Al llegar a la recepción, la persona que nos atendía nos explicó que debido a un malentendido y a que el hotel estaba lleno, nos tenían que dar una habitación superior sin ningún coste adicional, la suite, concretamente.

Yo, que durante dos años probé casi todos los hostales decentes del centro de Madrid cuando iba a visitar a mi novio, cuyas habitaciones, como ya se podrán imaginar, no eran precisamente el Ritz, fingí aire sofisticado mientras el recepcionista nos enseñaba aquella estancia que tenía más metros que varios de los pisos en los que he vivido. Una cama que podría acoger a todo un equipo de rugby y una chimenea acristalada para disfrutar del fuego desde cualquier punto del cuarto. Mientras mejoraba mi crol en el jacuzzi no puede evitar que me invadiera un sentimiento de culpa. Un bonito atardecer, un paseo con mi perro por el monte, unas alcachofas a la brasa… Eso sigue siendo el lujo para mí. Pero luego, a ser posible, quiero dormir en una cama infinita como la de la suite. 
Publicado en Las Provincias el 22/01/2016

viernes, 15 de enero de 2016

GUARDERÍA EN EL HEMICICLO




Trabajar fuera de casa y dedicarse a la crianza es duro. Lo es incluso teniendo circunstancias favorables: reducción de jornada, horario flexible, ayuda de abuelos y proximidad entre hogar y lugar de trabajo. No puedo imaginar cómo afrontan esta etapa las madres solteras, las parejas que viven lejos de su familia o aquellos con jornadas laborales incompatibles. Bueno, sí, a base de sacrificio. Esa palabra que nos ha acompañado a las mujeres a lo largo de la historia. No nos engañemos, por mucho que los hombres ayuden, la gran parte del peso de criar a un bebé recae en nosotras. No dudo que haya señores que se desvivan por su prole y asuman las tareas propias de una madre, pero son los menos. No conozco un solo caso de amigos o conocidos varones que hayan decidido renunciar a su carrera o trabajar media jornada para cuidar de sus hijos. A algunos les gustaría, pero ni se les ocurre plantearlo en sus empresas.

Me parece bien que la vicepresidenta Sáenz de Santamaría volviese al trabajo diez días después de dar a luz, que la socialista Carmen Chacón se cogiese solo las seis semanas de baja obligatoria y que la eurodiputada Licia Ronzulli llevase durante años a su hija a las sesiones del Parlamento Europeo. Aquí ninguna opción es la correcta. Cada una elige vivir la maternidad a su manera. Nadie debería criticarlo y mucho menos un hombre. Lo de Carolina Bescansa no es más que un gesto para reivindicar lo difícil que lo tenemos las mujeres para conciliar la vida familiar y profesional. Aplaudo su iniciativa si con ello consigue que se reactive el debate acerca de las medidas que hay que adoptar para hacer posible esa armonización. Y después de la anécdota boba, señorías, pónganse a currar y demuestren que la guardería no está en las bancadas del Hemiciclo.



Publicado en Las Provincias el 15/01/2016

viernes, 8 de enero de 2016

LA CASA



Los que nacimos y fuimos criados en la ciudad, cuando llegaba el viernes, teníamos envidia de nuestros compañeros que se iban al pueblo. El pueblo, visto por un niño de siete años que carecía de uno, era el súmmum de la diversión. Se podía jugar en la calle sin miedo a los coches, las casas eran enormes, había animales y estaba lleno de primos, tíos y abuelos que te sobrealimentaban. Yo nunca tuve pueblo, pero sí tuve una casa y en ella pasé los mejores veranos de mi vida cazando insectos y explorando una playa insalubre junto a mi hermano y mi primo. El chalet, la caseta, el apartamento, el huerto, la finca… Daba igual los metros que tuviese, el estado del inmueble, si se erigía sobre un entorno de ensueño o sobre un paraje mediocre. Lo importante era escapar allí los fines de semana con la familia y correr, gritar, y jugar.

La Casa’, el último y estupendo trabajo de Paco Roca, habla de ese lugar que con tanto esfuerzo levantaron nuestros padres o abuelos y que actúa como aglutinador de la familia. El dibujante rinde homenaje a su padre y lo hace a través de los recuerdos que guarda esa segunda residencia. Termino el cómic, con la piel de gallina, emocionada ante una historia que podría ser la mía. A los pocos días de acabar el libro, me cuentan que la casa en la que pasé tan buenos momentos, ahora en total estado de abandono, se ha vendido. Hace más de 25 años que no la piso, pero me acuerdo con exactitud de sus dormitorios, de los árboles del jardín, de los tres escalones que daban acceso a la playa. Me acuerdo sobre todo de mi padre y de mi abuela, que allí eran felices. No me apena que otros se queden con nuestra casa, al fin y al cabo, no son más que cuatro paredes. Lo esencial es todo lo que encierran y eso, afortunadamente, lo llevo puesto.

Publicado en Las Provincias el 08/01/2016