viernes, 25 de septiembre de 2015

EGÓLATRAS


Me dan mucha risa las personas con exceso de ego. Hace años me superaban, pero con el tiempo he aprendido a manejarlas. Incluso me divierte alimentar ese exceso de amor propio con alabanzas que hacen que el interlocutor se crezca aún más. Me gusta la humildad, no la docilidad, también la sencillez, nada que ver con la simpleza, y huyo siempre que puedo de aquellos que hacen del presumir una constante. Afortunados ellos que tienen las cosas tan claras mientras el resto nos sumergimos en un mar de dudas. Me sorprende que no se den cuenta del ridículo que en ocasiones manifiestan. Este verano, una amiga y yo nos fuimos a cenar con dos conocidas para hablar de un asunto laboral. Desde el aperitivo hasta el postre, ambas mujeres acapararon la conversación contándonos lo exitoso de sus carreras, lo muchísimo que ligaban (a pesar de tener pareja estable),  lo inteligentes que  eran y lo requetebuenas que estaban.
Mi amiga me daba patadas por debajo de la mesa cada vez que una de ellas destacaba alguna de sus virtudes. Acabé la cena con varios moratones y el firme convencimiento de que nunca trabajaríamos juntas. Yo, una vulgar cucaracha, ellas, diosas todopoderosas. Me viene a la mente todo esto después de asistir al enésimo capítulo de desmesurada egolatría de Pablo Iglesias. El líder supremo de Podemos ha vuelto a incendiar las redes sociales tras escribir un artículo de opinión en el que llama a Jeremy Corbin, nuevo jefe del partido laborista, el “Pablo Iglesias británico”. Se pueden imaginar el cachondeo. En Twitter, la gente se mofa comparándolo con Keneddy, el Che Guevara, Leo Messi o el mismísimo Dios. Alguien debería protegerle de su megalomanía, esa que tan bien dibuja Joaquin Reyes cuando lo imita, y que tarde o temprano acabará por aplastarle.
Publicado en Las Provincias el 18/09/2015


viernes, 11 de septiembre de 2015

LA TERCERA FASE



Superadas las dos primeras fases de la maternidad, es hora de volver a retomar ese otro mundo al que pertenecías. El mundo cotidiano, lleno de prisas, preocupaciones y rutinas sigue prácticamente intacto. Si la fase 1 es un periodo donde abundan las dudas, los temores, los altibajos y en el que se pasa mucho sueño, es en la fase 2 cuando una empieza a disfrutar de su reciente condición. Ya no compruebas cada diez minutos si el bebé respira, su peso sigue su curso natural y dejas de preocuparte por cualquier nimiedad. Aprovechas cualquier hueco para dormir, pero sigues teniendo sueño. Una vez crees que lo tienes todo controlado, la veleta vuelve a girar y entras en la tercera fase. Días antes de incorporarte al trabajo no piensas en otra cosa que no sea la separación, que en tu mente traicionera es desgarradora y dramática. Te fustigas con toda clase de hipotéticas situaciones que puede sufrir tu hijo y te tortura un enorme sentimiento de culpa.


Crees que deberías haber pedido a la empresa unos meses más de permiso sin sueldo. Crees que las personas a las que confíes su cuidado no sabrán arreglárselas.  Pero llega el día, te vas de casa con el corazón encogido y reanudas tus tareas laborales con una normalidad sorprendente. Después de revisar trescientas veces el Whatsapp y convencerte de que tu niño está en buenas manos, por fin te relajas. Al tercer día, ya no te acuerdas del hueco que deja su ausencia. Los mails, las reuniones y el trabajo atrasado no te lo permiten. De pronto, mientras tomas un café con los compañeros, agradeces poder hablar de otra cosa que no gire en torno al universo bebé y te das cuenta de lo bueno que es para tu cabeza olvidarse durante unas horas del niño. Sigues teniendo sueño, pero te convences de que dormir está sobrevalorado.  

Publicado en Las Provincias el 11/09/2015

viernes, 4 de septiembre de 2015

ESTAFA POÉTICA




Nos hemos acostumbrado a que los estafadores de hoy en día huelan a perfume del caro, vistan trajes a medida y estudien en las mejores escuelas de negocios. Aquellos quinquis de los 80, aquellos trileros de medio pelo han sido sustituidos por empresarios que viajan en jet privado y dejan en la calle a cientos de trabajadores, banqueros procesados que veranean en yates, políticos que reciben comisiones y tesoreros con casa en Baqueira. Pero junto a estos ladrones de guante blanco y escasa conciencia todavía existen timadores menores, tramposos de arrabal que se buscan la vida como pueden. El pasado sábado estaba sentada en una terraza del barrio madrileño de Malasaña cuando se acercó un amable señor que lucía gafas redondas de pasta, barba quijotesca y pelo enmarañado. Se presentó a sí mismo como un humilde poeta deseoso de que conociésemos su obra. Su estampa valleinclanesca y un discurso alejado de victimismo nos convenció para desembolsar el euro que costaba aquel trabajo autoeditado e impreso en un A3.


En cuanto se fue desplegué aquellos sonetos convencida de que tenía ante mí a uno de esos artistas malditos, un Baudelaire castizo que sería reconocido y venerado después de muerto. En la primera hoja, junto al depósito legal y el registro de la propiedad intelectual se señalaba el número de ejemplares que el escritor había distribuido, nada menos que 11.627. Comencé a leer con emoción, pero tras los primeros versos me encontré con unos ripios inmundos. “Solo sé que te quiero, ¡Y sé que por eso me muero!” decía uno.” “Te quiero con todo mi amor, ¡Qué pena que no tengas corazón” continuaba el siguiente. Aquellas rimas que podían haber sido escritas por un alumno de EGB hicieron que me sintiera estafada. Estafa poética, pero estafa, al fin y al cabo.

Publicado en Las Provincias el 04/09/2015

LA REBELIÓN DE LAS MÁQUINAS



La música, además de amansar a las fieras, reconfortar el alma cuando todo se tambalea y amplificar la alegría, es el mejor acompañante para hacer deporte. Conecto los auriculares al teléfono móvil con el fin de que se me haga más llevadera la primera sesión de running, tras varios meses en los que mi mayor esfuerzo físico ha sido plegar y desplegar el carro del bebé. Elijo en la aplicación una lista de temas musicales que confeccioné ex profeso para momentos de euforia. Empiezo a trotar mientras subo el volumen, motivada por la sensación de haber vencido a la pereza, pero mi móvil, en lugar de acatar mis órdenes, me muestra un mensaje en la pantalla: “Escuchar música a un volumen elevado durante mucho tiempo puede dañar su audición. El volumen aumentará por encima de niveles seguros”.  


La advertencia que me lanza el teléfono hace que decida mantener el volumen de la música a “niveles seguros” ante el riesgo de quedarme sorda de forma prematura. Corro sin mucha convicción privada del chute de energía que proporcionan ciertas canciones que solo se saborean si te retumban los tímpanos y me voy imaginando un mundo, no muy lejano, en el que las máquinas controlarán nuestras vidas. La nevera no permitirá que compremos productos con alto contenido en grasas, el robot de cocina se apagará si intentamos hacer una receta que produzca colesterol, la calefacción mantendrá nuestros hogares en un estado óptimo que no dejará espacio para encender una chimenea ni la opción de acurrucarte con tu pareja bajo las mantas. El Internet de las cosas hará un mundo más cómodo y seguro, pero más aburrido. Hasta que un día, hartas, las máquinas decidan liberarse de sus programadores y se rebelen contra el ser humano, que vivirá sometido, todavía más, al dictado de la tecnología.

Publicado en Las Provincias el 28/09/2015