Me
dan mucha risa las personas con exceso de ego. Hace años me superaban, pero con
el tiempo he aprendido a manejarlas. Incluso me divierte alimentar ese exceso
de amor propio con alabanzas que hacen que el interlocutor se crezca aún más.
Me gusta la humildad, no la docilidad, también la sencillez, nada que ver con
la simpleza, y huyo siempre que puedo de aquellos que hacen del presumir una
constante. Afortunados ellos que tienen las cosas tan claras mientras el resto
nos sumergimos en un mar de dudas. Me sorprende que no se den cuenta del
ridículo que en ocasiones manifiestan. Este verano, una amiga y yo nos fuimos a
cenar con dos conocidas para hablar de un asunto laboral. Desde el aperitivo
hasta el postre, ambas mujeres acapararon la conversación contándonos lo
exitoso de sus carreras, lo muchísimo que ligaban (a pesar de tener pareja
estable), lo inteligentes que eran y lo requetebuenas que estaban.
Mi
amiga me daba patadas por debajo de la mesa cada vez que una de ellas destacaba
alguna de sus virtudes. Acabé la cena con varios moratones y el firme
convencimiento de que nunca trabajaríamos juntas. Yo, una vulgar cucaracha,
ellas, diosas todopoderosas. Me viene a la mente todo esto después de asistir
al enésimo capítulo de desmesurada egolatría de Pablo Iglesias. El líder
supremo de Podemos ha vuelto a incendiar las redes sociales tras escribir un
artículo de opinión en el que llama a Jeremy Corbin, nuevo jefe del partido
laborista, el “Pablo Iglesias británico”. Se pueden imaginar el cachondeo. En
Twitter, la gente se mofa comparándolo con Keneddy, el Che Guevara, Leo Messi o
el mismísimo Dios. Alguien debería protegerle de su megalomanía, esa que tan
bien dibuja Joaquin Reyes cuando lo imita, y que tarde o temprano acabará por
aplastarle.
Publicado en Las Provincias el 18/09/2015