viernes, 18 de julio de 2014

GASTRONOMÍA SIN ADORNOS



Un ingeniero estadounidense ha creado un compuesto alimenticio que contiene todos los nutrientes necesarios para la subsistencia humana. Un par de sobres diarios de este batido y estarán todas las necesidades que el cuerpo requiere cubiertas. Olvídese de prepararles el almuerzo a los niños y de las comidas con la suegra, del michelín y de las eternas dietas que empezamos los lunes y abandonamos los viernes. Si el invento de este gringo inapetente llegara algún día a popularizarse, pasaría a la historia el suculento cocido del que solo madres y abuelas conocen la fórmula mágica, se acabarían los desayunos frente al mar en vacaciones, se extinguirían las barbacoas con los amigos y las sobremesas eternas regadas con vino o champagne se considerarían una costumbre extravagante. Este señor pretende que tomemos esa papilla y nos olvidemos de todos los benditos rituales que se despliegan en torno a una mesa y que nos hacen un poco más felices.

Lo peor del caso es que una vez que se decidió a fabricar en masa este sustitutivo alimenticio, acudió al micromecenazgo o crowfunding para recaudar el dinero que le permitiera comercializarlo. Su idea era conseguir cien mil dólares en un mes. Lo hizo en menos de tres horas. Si aceptamos esa filosofía utilitarista, solo leeríamos libros con el único fin de aprender, nos vestiríamos con cualquier retal para protegernos del frío o soportar el calor, viviríamos en grises edificios que nos recordarían a la arquitectura soviética y haríamos el amor con el único fin de reproducirnos. Una vida sin placer ni artificios, sin evasión, fantasía ni adornos. Espero que nunca le permitan cruzar el charco.  Con la aportación del cacao y la patata, el continente americano ya cumplió con creces su contribución a la gastronomía universal.

Publicado en Las Provincias el 18/07/2014

viernes, 11 de julio de 2014

EL VAGÓN DEL SILENCIO



Las conversaciones ajenas de los desconocidos me importan un pito. En alguna ocasión consigues captar retazos de algún diálogo interesante, pero no es lo habitual. Soy incapaz de concentrarme en lo que estoy haciendo cuando escucho hablar en un tono elevado a los extraños que me rodean. Ese exhibicionismo, cada vez más manifiesto, de airear las conversaciones sin importar quien esté al lado, se ha incrementado desde que el teléfono móvil colonizase nuestras vidas. Hoy pocos espacios públicos escapan al griterío, la cháchara o el bullicio. Por eso recibo como una gran noticia el anuncio de Renfe de reservar un vagón silencioso para todos aquellos viajeros que durante el trayecto opten por descansar o trabajar. En estos vagones no se podrán utilizar móviles, habrá que hablar bajito, reducirán la intensidad de las luces y lo mejor, no podrán acceder menores de 14 años. ¡Bien!


He estado año y medio cogiendo el AVE con frecuencia. Cuando el viernes por la tarde me sentaba en el asiento con el cerebro frito y las energías al mínimo tras una dura semana, imploraba a los dioses que no me tocase cerca un grupo, pareja o individuo que me impidiesen pasar el trayecto en paz. Por regla general, no tenía suerte. Durante los trescientos y pico kilómetros que separaban mi destino he sufrido el jolgorio de varias despedidas de solteras, he escuchado una disertación acerca de las diferentes clases de naranjas que hay en el mercado, he asistido a peleas domésticas de matrimonios maduros y he participado de la bronca que una señora le echaba por teléfono al fontanero. Si se cumple lo que dicen, la puesta en marcha de este sosegado vagón mejorará sustancialmente mi estado mental previo al fin de semana, al tiempo que recupero el placer del viaje. 

Publicado en Las Provincias el 11/07/2014

viernes, 4 de julio de 2014

VERANO AZUL


Observo estos días una estampa, común hasta hace poco que, junto al final de las clases y la subida de los termómetros, anunciaba que había comenzado el verano. Los niños esperan en la acera, custodiados por maletas, a que el padre acerque el coche para tratar de embutir los enseres necesarios para los próximos meses, perro, abuela y jaula del canario, incluidos. Se van a veranear, un término en desuso cuyo declive va paralelamente ligado a la pérdida de poder adquisitivo de la clase media. La imagen me hace evocar aquellos veranos interminables, pero al mismo tiempo me resulta algo anacrónica. Cada vez son menos los españoles que pueden disfrutar de la brisa del mar en la terraza del apartamento, de la sombra de los pinos en el chalet o del olor a cloro en la piscina del pueblo. 

Los que hemos tenido la suerte de poder escapar a algún oasis cuando el calor empezaba a apretar, somos conscientes de que es poco probable que algún día podamos permitirnos ese refugio que nuestros padres consiguieron con esfuerzo. Si apenas podemos hacer frente a la hipoteca de la vivienda habitual, como para pensar en una segunda residencia. Por eso, durante julio y agosto, muchos retornamos a la casa de veraneo de la infancia donde nuestros progenitores nos abren las puertas de par en par, contentos de tenernos con ellos y conocedores de que el verano se nos quedaría incompleto sin su amparo.  Habéis veraneado por encima de vuestras posibilidades, dirán algunos. Ahora os toca enfrentaros a la realidad. Tendréis vacaciones, pero jamás volveréis a veranear. Si irrumpe la nostalgia, siempre podemos encender la tele y rememorar los buenos tiempos con la reposición de ‘Verano Azul.  El nuestro ya nunca tendrá ese color, pero al menos, intentaremos que no sea gris ciudad.  


Publicado en Las Provincias el 4/7/2014