viernes, 29 de agosto de 2014

NORMCORIZADA



Las revistas de moda y belleza y aquellas que indagan en las vidas de los famosillos me interesan lo mismo que dura mi corte de pelo en la peluquería, hora y media si es que ese día toca hacerme las mechas. Aun así, una vez al año, siempre coincidiendo con algún viaje,  compro alguna de esas revistas femeninas y la leo con la esperanza de encontrar las claves de la próxima temporada otoño-invierno que por fin hagan que me transforme en una it girl. Siempre es en vano. Soy un desastre en lo que a trapitos se refiere, no me gusta nada ir de compras, prefiero la comodidad a la elegancia y a veces se me olvida peinarme antes de salir de casa. Este verano, sin embargo, me he llevado una grata sorpresa al averiguar a través de una de estas publicaciones que mi atuendo se ha convertido en la tendencia de este año. Sobre todo cuando saco al perro por el parque.

El rollito hipster hace ya tiempo que quedó relegado al baúl de los recuerdos, ahora lo que se lleva es el normcore. Escondan sus camisas de leñador, tiren sus pantalones pitillos y aféitense esa barba de una vez. Lo que ahora pega es vestirse con un vaquero, camiseta blanca, sudadera gris y zapatillas. También vale el chándal o las mallas. Es decir, apostar por un estilo básico donde prime la sencillez y la normalidad de la gente corriente. Que parezca que has abierto el armario y te has puesto lo primero que has encontrado sin prestarle demasiada atención. Por supuesto, detrás de este look hay toda una serie de directrices que dan al traste con ese sentido casual que intentan fingir. No pierdan el tiempo y mormcoricense rápido. Ya saben a la velocidad a la que gira el mundo de la moda y ese look anodino como de bajar al supermercado que hoy se alaba, mañana puede ser solo una vergonzosa caricatura. 

Publicado en Las Provincias el 29/08/2014

viernes, 22 de agosto de 2014

SALIRSE DEL REBAÑO


Dos años y tres meses después vuelvo a recalar en el pequeño aeropuerto italiano en el que aterricé la primera vez por error. Entonces quise conocer Sicilia, pero terminé recorriendo los Balcanes. De Trapani a Trieste hay pocas letras de diferencia. Esta vez, de nuevo volvimos a cruzar la frontera para adentrarnos en la preciosa península de Istria. Allí nos esperaba el mismo mar cristalino, las calles empedradas, los restos románicos y los campanarios de las iglesias asomándose altivos a la bahía. Pero algo había cambiado. El ritmo cotidiano que encontramos en abril y que tanto apreciamos en la primera vista, había sido sustituido por el trasiego producido por hordas de turistas paseando sin rumbo, probando la comida autóctona, comprando imanes o haciéndose selfies. Echamos de menos ese discurrir al ralentí que nos deslumbró en 2012.

Intentamos alejarnos de la romería estival y apearnos en otros puntos que creímos menos populares. Pensamos que en un país bañado por casi 5.000 kilómetros de costa, contando sus 1.185 islas, los veraneantes elegirían las delicias del Adriático frente a las escarpadas montañas interiores. Error. La estampa del parque natural al que accedimos después de casi una hora de cola se asemejaba a cualquier imagen que hayan visto del Festival de Woodstock. Supusimos que ya no encontraríamos la tranquilidad anhelada durante el resto del viaje, pero nos equivocamos. Aunque escasas, todavía hoy existen carreteras secundarias, lugares que escapan a las guías de viajes y rincones solo conocidos por los locales. A pesar de este último golpe de suerte, no me cansaré de repetirlo. Hay que viajar fuera de temporada. Te arriesgas a sufrir ciertas limitaciones e incomodidades, pero a cambio, no te sientes como un ejemplar más del rebaño.
Publicado en Las Provincias el 22/08/2014

jueves, 21 de agosto de 2014

VIDA DE TURISTA



Agotadora vida la del turista. Ese ser que alguna vez todos hemos sido, emerge en todo su esplendor durante los meses de verano. Desempolva su mochila, se calza las zapatillas o las sandalias y se unta el cuerpo con una mezcla de loción anti mosquitos y crema solar dispuesto a enfrentarse a cualquier adversidad que le depare el viaje. El turista es un espécimen complejo y contradictorio. Después de trabajar durante once meses, madrugando y soportando atascos infernales, decide gastar su tiempo de descanso levantándose a las ocho de la mañana; andando más kilómetros diarios que en todo el resto del año bajo un insoportable calor o a pesar de una lluvia monzónica; sufriendo colas interminables para entrar en un museo o visitando ruinas y castillos atestados de otros turistas.


El turista modifica su comportamiento adaptándose a los usos y costumbres del lugar. Si está en la India, deja que un gurú le pinte en la frente el símbolo de su religión a pesar de que jamás permitiría que en su país un cura se le acercara; si recorre Escocia, se pone un kilt con el que luce orgulloso, si la ruta es por el África negra, es imprescindible el chaleco de explorador. El caso es disfrazarse y hacer el ridículo. El turista muchas veces no sabe en qué siglo vivieron los Reyes Católicos, pero se sumerge en la guía de viaje hasta convertirse en un experto en la historia del país que visita. Se ceba en el bufé del desayuno como si no hubiera un mañana, para más tarde quejarse de que como en España no se come en ningún sitio. Nunca abandona su cámara de fotos y recorre todos los bazares o mercadillos para llevar regalitos a sus amigos y familiares creyendo que compra artesanía local, para más tarde darse cuenta de que pone ‘Made in China’.  Agotadora vida la del turista. 

Publicado en Las Provincias el 15/08/2014

viernes, 8 de agosto de 2014

DESPEDIDAS


Siempre que viajo en tren o en avión, me gusta pararme a observar los recibimientos y las despedidas de la gente que llega y de aquellos que se marchan. Imagino el parentesco que los une, el tiempo que han estado sin verse, el grado de lejanía que los separa y si se echarán o no de menos cuando uno de ellos cruce la barrera de control. Espiando esos adioses y merodeando por las bienvenidas, he llegado a la conclusión de que ambas manifestaciones de alegría y tristeza se degradan sin remedio. Desde que las becas Erasmus nos abrieran las puertas de Europa y las compañías de bajo coste permitiesen volar a Paris por lo mismo que cuesta un paquete de tabaco, las despedidas en estaciones y aeropuertos ya no conmueven ni emocionan.

Antes de que surgieran los trenes de alta velocidad y se inventaran las videoconferencias, cuando las distancias entre dos puntos daban vértigo y las ausencias no se suplían por Skype, cuando el mundo era todavía grande, te topabas con preciosas escenas llenas de dramática ternura. Dos jóvenes amantes que escribían el punto y final a su historia  en ese andén, un padre que no podía dejar de abrazar a su hija que volvía al trabajo al otro lado del charco, dos hermanos que sabían que quizás era la última vez. Eran despedidas desgarradoras, dolorosas, repletas de poesía. Ahora los adioses ante una partida se han vuelto low cost, son descafeinadas, asépticas. Ya no hay pañuelos agitándose en la estación ni lágrimas pegadas en las ventanillas.  La globalización y las medidas de seguridad las han erradicado. Hoy, lo primero que nos viene a la mente si pensamos en una despedida es una estríper, una diadema de penes y un disfraz ridículo en un destino atestado de gente. Maldita evolución que nos extirpa los sentimientos de cuajo.
Publicado en Las Provincias el 8/8/14

miércoles, 6 de agosto de 2014

ABANDONADOS



La historia es la de siempre. Llegan las navidades. Los niños llevan tiempo dando la vara con que les compren un perro, “el del anuncio, papi”. Finalmente, los progenitores ceden. Las dos primeras semanas, están como locos, lo pasean, lo cepillan y juegan con él, pero al mes, hay otro nuevo estímulo que acapara su atención. El patinete, la bicicleta o el quad sustituyen al animal, que pasa a ser responsabilidad de unos “adultos” que nunca lo desearon. Llegan las vacaciones y con ellas, el gran dilema. ¿Qué hacer con el chucho?  Se barajan varias opciones, pero al final se opta por la más fácil.  De madrugada, conducen hasta las inmediaciones de un centro de acogida y abandonan al animal, con la conciencia tranquila porque creen que alguien lo encontrará y lo llevará a la perrera. A la misma en la que viven 400 perros hacinados que han corrido su misma mala suerte.


Se calcula que cada año se abandonan en España 150.000 animales de compañía. 150.000 bestias desalmadas que deciden que su mascota ya ha cumplido su función: la de vigilar, cazar o entretener. Son ese tipo de personas que robarían a un mendigo, venderían a su padre, traicionarían a su hermano y se la pegarían a su mujer con su mejor amiga. Hacerse cargo de un perro es tan gratificante como duro. Te proporcionan una felicidad pura y un cariño absoluto que no es comparable a nada. A cambio, cuestan tiempo, dinero, a veces algún disgusto y muchas horas de aspiradora. Antes de comprar (o mejor adoptar) un perro, hay que tener claro que harán con él cuando llegue el verano. Si no pueden colocarlo con amigos o familiares, busquen una residencia. Y si no pueden desembolsar 150 euros por 15 días, entonces mejor cómprense un tamagochi y dejen a los seres vivos para la gente responsable.  

Publicado en Las Provincias el 1/8/2014

martes, 5 de agosto de 2014

SOLEDADES



“Ana, 56 años. Busca un hombre de 55 a 65 al que le guste bailar y pasear”. “Carmen, 62 años. Quiere conocer a un hombre cariñoso y trabajador para amistad y lo que surja”. “Rafael, 75 años. Quiere una mujer como máximo de 70 con la que rehacer su vida”.  Así se iban sucediendo las peticiones que la locutora leía en la única emisora que la radio del coche sintonizaba en ese tramo de autovía rodeado por montañas. Quedé fascinada ante algunas de las descripciones que hacían de sí mismos los propios postulantes, como uno que se denominaba “realmente extraordinario” o alguna de las cualidades que muchas de las mujeres requerían en los posibles pretendientes. Que fuese limpio era uno de los requisitos más demandados por ellas, aunque también las había que exigía que tuviera carnet y coche propio o que no fuera gordito.

No pudimos evitar soltar alguna que otra carcajada mientras escuchábamos las solicitudes de esa especie de agencia matrimonial detenida en el tiempo. Una red de contactos del siglo pasado al que todavía acuden muchas personas que, por edad, educación o medios, se han quedado fuera de la revolución tecnológica y por tanto, de lo que hoy consideramos la sociedad avanzada. Una vez pasó el momento inicial de cachondeo, me pareció demoledora la soledad que desprendían algunas de estos breves mensajes lanzados a las ondas. Hijos que se desentienden, nietos que solo hacen una breve visita en Navidad, gente que simplemente nunca tuvo a nadie. La soledad mata más que el cáncer, escuchaba hace no mucho en una conferencia. Me entristeció pensar en esas llamadas de auxilio. Y sin embargo, me pareció maravilloso que un señor de 75 años todavía tenga fuerzas para seguir buscando una persona con la que rehacer su vida. Espero que la encuentre. 

Publicado en Las Provincias el 25/7/2014