viernes, 1 de mayo de 2015

MACONDO, COMALA, NEPAL

Fotos: Ricard Chicot

¿Qué ha sido de Dorjee, el amable guía que nos acompañó durante unos días por las faldas del Himalaya y que tanto ayudó a que comprendiésemos la forma de vida de los nepalíes? ¿Dónde estará aquel taxista que nos condujo en su destartalado vehículo a explorar las calles de la ciudad medieval de Bhaktapur y que nos habló de la armonía que reinaba entre las diferentes religiones? ¿Estará bien Tindou, aquel niño de cuatro años con el que pasamos la tarde jugando tras terminar el segundo día de trekking por el Parque Nacional de Langtang en el alojamiento que regentaba su familia? Ojalá que la catástrofe no le haya arrancado la sonora carcajada y la dulce inocencia que transmitía y que guardo grabada de aquel día de felicidad suprema en que rozamos el cielo. Pienso en ellos mientras digiero las imágenes del terremoto de Nepal, un país al que viajé hace dos veranos y que nos dejó una huella que solo dejan lugares imaginarios como Macondo o Comala.


A esa magia contribuyen las impresionantes estupas, monumentos sagrados venerados por los budistas que representan la mente iluminada de Buda. Contemplar cómo cae la noche en Bodhnath, la mayor estupa de Asia, y ver el hervidero de monjes tibetanos con sus togas granates y su cabeza afeitada dando la vuelta a la cúpula bajo los atentos ojos de Buda es un espectáculo abrumador. También las multicolores banderas de oración tibetanas que salpican caminos, calles y montañas; los templos de arquitectura newa o los deliciosos momos que comíamos cada noche. Cuesta entender que las entrañas de la tierra no respeten ni siquiera el techo del mundo de ese Nepal sepultado. Un país resquebrajado que durará en nuestros televisores y conciencias lo mismo que dura evacuar a los alpinistas y a los turistas extranjeros.












Publicado en Las Provincias el 1/05/2015

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