miércoles, 13 de mayo de 2015

LA TETA Y LA LUNA



Lo admito. Cuando alguna amiga me anunciaba que iba a ser madre y comentaba su decisión de no dar el pecho, no le hacía ningún reproche, pero en el fondo no podía evitar achacarle escasa capacidad de sacrificio y mirarla con cierto aire compasivo. Me consta que muchas mujeres piensan igual. Pero eso fue antes. Antes de convertirme en madre y llevar a la práctica la firme decisión de alimentar a mi niño con lactancia materna. Ahora entiendo que haya mujeres que elijan dar el biberón y así poder dormir de vez en cuando más de tres horas seguidas, comprendo que no quieran pasar por el estado de nervios que supone constatar que el bebé no coge peso con la consiguiente fustigación porque algo haces mal, tengo claro que haya señoras que no quieran soportar un dolor similar al de una tortura medieval en la que te introducen unas tenazas por el pezón y te lo retuercen. No es nada fácil sentirse como un surtidor de productos lácteos cuando estás tratando de adaptarte a una nueva vida.

Sin embargo, no sé qué fuerzas poderosas emergen en nuestros cuerpos y mentes al tener un niño, que pasarte las noches en vela contemplando por la ventana el ciclo lunar mientras lo amamantas no consigue cercenar tu energía y, ni los nervios pueden contigo, ni el malestar te anula, ni el sentimiento de vaca lechera que te embarga ocasionalmente, importa demasiado. Dar el pecho esclaviza y agobia, sobre todo al principio, pero el vínculo que se crea entre tú y el bebé en esta etapa es magia pura. Aun así, abomino de esas talibanas de la lactancia, que empujan a otras mujeres a una situación que no desean y que acaba por crearles sentimientos de culpa. Bastante difícil es la crianza para que nos vayan comiendo la cabeza con lo que algunas han decidido que es lo correcto.


Publicado en Las Provincias el 8/5/2015

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