Arañando el escaso tiempo libre
que te deja este precioso pero exigente trabajo a tiempo completo que es la
maternidad, tras dos meses de baja, me sigue sorprendiendo el pulso tan distinto
que tiene la ciudad por las mañanas. A la hora en que un gran porcentaje de
población (población activa la llaman, como si el resto estuviesen parados)
entra a trabajar en oficinas, escuelas, hospitales, talleres o comercios, hay otro
buen número de personas que deambulan por las arterias de la ciudad con discreción,
sin hacer demasiado ruido. Son esas señoras que nos facilitan la vida
encargándose de la limpieza de nuestras casas, indispensables y poco
reconocidas; o los jubilados que cuidan a sus nietos o que emplean ese bien tan
preciado, que es el tiempo, en cualquier otra actividad; también los turistas
que fotografían monumentos y beben sangría en el centro histórico.
Por las mañanas, los parques
están llenos de madres que pasean con sus carros mostrando el mundo a sus
retoños y de estudiantes despreocupados que no pueden resistirse a hacer
novillos con este bendito sol. Las primeras horas del día pertenecen a los repartidores
que suministran lo que el resto consumiremos al salir del trabajo, a las amas
de casa que conocen cada puesto del mercado, a los desempleados cargados de
currículos y a los comerciales que con sus poderes de seducción tratan de
cerrar una venta. En cuanto la luz empieza a declinar, la ciudad adquiere otro
ritmo. Se apaga el ordenador, se cierran las persianas, se recoge a los niños y
las calles empiezan a bullir de una efervescencia que se aleja de la más
pausada actividad matinal. Ambos mitades se complementan. Sin la diurna, de
orden, sosiego y contemplación no podría funcionar la vespertina, más agitada,
más frenética, más canalla.
Publicado en Las Provincias el 15/5/2015
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