viernes, 15 de mayo de 2015

DOS CIUDADES



Arañando el escaso tiempo libre que te deja este precioso pero exigente trabajo a tiempo completo que es la maternidad, tras dos meses de baja, me sigue sorprendiendo el pulso tan distinto que tiene la ciudad por las mañanas. A la hora en que un gran porcentaje de población (población activa la llaman, como si el resto estuviesen parados) entra a trabajar en oficinas, escuelas, hospitales, talleres o comercios, hay otro buen número de personas que deambulan por las arterias de la ciudad con discreción, sin hacer demasiado ruido. Son esas señoras que nos facilitan la vida encargándose de la limpieza de nuestras casas, indispensables y poco reconocidas; o los jubilados que cuidan a sus nietos o que emplean ese bien tan preciado, que es el tiempo, en cualquier otra actividad; también los turistas que fotografían monumentos y beben sangría en  el centro histórico.


Por las mañanas, los parques están llenos de madres que pasean con sus carros mostrando el mundo a sus retoños y de estudiantes despreocupados que no pueden resistirse a hacer novillos con este bendito sol. Las primeras horas del día pertenecen a los repartidores que suministran lo que el resto consumiremos al salir del trabajo, a las amas de casa que conocen cada puesto del mercado, a los desempleados cargados de currículos y a los comerciales que con sus poderes de seducción tratan de cerrar una venta. En cuanto la luz empieza a declinar, la ciudad adquiere otro ritmo. Se apaga el ordenador, se cierran las persianas, se recoge a los niños y las calles empiezan a bullir de una efervescencia que se aleja de la más pausada actividad matinal. Ambos mitades se complementan. Sin la diurna, de orden, sosiego y contemplación no podría funcionar la vespertina, más agitada, más frenética, más canalla.

Publicado en Las Provincias el 15/5/2015

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