Por primera vez desde que puedo
ejercer el derecho al voto, he cumplido la intención de leer los programas
electorales de las opciones que barajo apoyar este domingo. Es un minúsculo
ejercicio de reflexión que nunca había practicado hasta ahora. Porque no nos
engañemos, la mayoría de nosotros votamos desde las tripas. Elegimos un partido
por la misma razón por la que uno siente los colores de Valencia o del Levante.
Se vota por la educación recibida en casa o precisamente por rebelarse contra la
ideología paterna. Pocas veces se utiliza la razón y muchas las argumentaciones
simplistas. Ni en un partido son todos corruptos, aunque algunos de sus
miembros sean delincuentes, ni un cambio al otro extremo asegura que las cosas funcionarán
mejor. Existe también un voto práctico. Los votas porque te dan de comer, con
sueldos, subvenciones o favores, y te da igual lo mal que lo hagan o lo mucho
que roben.
Los programas electorales están
muy lejos de ser una garantía ante la sociedad. De hecho, pasárselos por el
forro está a la orden del día. Ahora que me leído dos de ellos, puedo entender por
qué estas propuestas suelen acabar en papel mojado. Demasiadas promesas vagas,
demasiadas palabras como igualdad, libertad o progreso, exceso de verbos con
buenas intenciones como garantizar, apoyar o promover que se quedan vacíos sin razonar
el cómo. Cuentos de hadas con los que distraernos, relatos casi de ciencia
ficción, pero de donde al menos se pueden extraer ciertas conclusiones que sirvan
para decidir con algo de rigor sobre un voto que puede cambiar las cosas. No
les voy a mentir. Son largos (84 páginas uno de ellos), tediosos y repetitivos.
Tardé cuatro horas en leerlos, pero qué importa perder cuatro horas frente al
destino de los próximos cuatro años.
Publicado en Las Provincias el 22/05/2015
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