martes, 24 de mayo de 2016

DESPUÉS DE IDOMENI

FOTO: Sakis Mitrolidis / AFP / Getty Images

Hay amigos que aunque estén lejos físicamente, permanecen impermeables al frío que provoca la distancia. Viven a 300, a 500 o a 2.000 kilómetros pero al descolgar el teléfono, notas como si el día anterior os hubierais pasado toda la tarde de cañas y confidencias. A mí me pasa con Ana. Nos unieron los primeros años de Universidad y una forma parecida de enfocar el mundo hace casi dos décadas. A mitad de carrera se marchó, y a pesar de habernos pasado mucho más tiempo separadas que juntas, la amistad continuó intacta. Hoy vivimos a solo tres horas en coche por autovía, pero nos vemos menos de lo que quisiéramos. A veces nos hemos pasado mucho tiempo sin hablar, meses, puede que incluso años enteros. Da lo mismo. Porque cuando nos pasa algo importante, siempre buscamos hueco para contárnoslo. La enfermedad, la separación o la muerte de algún familiar son excusa para llamarnos y volver a vernos, pero también nos mantenemos al corriente de los acontecimientos felices: los últimos amores, un nuevo trabajo o la reciente maternidad.
Por eso, cuando sonó el teléfono el pasado viernes a las 9:30 de la mañana, temí malas noticias. Pensé en su padre, en su hermano que volvía de Chile y en su madre. Era una hora extraña para llamar sin un motivo importante. Noté la urgencia que tenía en contarme algo. Acaba de volver de Idomeni, donde se había ido diez días de voluntaria. Me habló de lo que hacía allí, de las familias y sobre todo de los niños. Me habló de la impotencia y la rabia, de la vergüenza de pertenecer a esta Europa impasible. Me dijo que después de Idomeni, no conseguía levantar cabeza. En los escasos once minutos que duró la conversación, sus palabras y su tono me golpearon más que todo lo visto o leído hasta ahora en los medios sobre los refugiados.
Publicado en Las Provincias el 20/05/2016

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