jueves, 12 de mayo de 2016

LOS PEORES TRABAJOS



Hace un par de años, un portal estadounidense publicó un listado con los 200 peores trabajos del año. La de leñador era, según ellos, la peor profesión que se podía ejercer en ese momento seguida de la de periodista. Yo mostré mi más absoluto rechazo. No entendía cómo el trabajo de leñador podía estar tan mal considerado. Una actividad que se puede ejercer en un bosque, escuchando a los pajaritos no me parece tan mala. Vestirte con camisas de cuadros, ejercitar el bíceps y dejarte una barba de tal envergadura que seas la envidia de Malasaña son puntos a tener en cuenta. Además, en plena fiebre hipster, seguro que los leñadores debían ligar bastante. Si lo pienso, se me ocurren un puñado de trabajos bastante más duros que el de leñador. Las personas que se encargan de limpiar los baños de un multitudinario festival de música. O los empleados que se dedican a matar reses en un matadero o el asistente personal de Risto Mejide. Por ejemplo.

En este particular ranking de trabajos difíciles, he descubierto hace poco una actividad que, en mi opinión, debería situarse en el top 5 de las labores más crueles que existen. Compositor de canciones de juguetes infantiles. Creo firmemente que las personas que se dedican a esto odian a los padres y su único objetivo no es entretener al niño sino volver loco al progenitor. No digo que el bebé tenga que estar escuchando versos de Machado mientras juega con su garaje musical, pero tampoco es necesario tener que soportar ripios con rimas entre “cachorrito” y “rabito” o entre “montón” y “guasón”. Todo ello acompañado de sonsonetes infernales. Entiendo su frustración. Aspiraban a componer algún hit para un cantante pop de éxito y acabaron poniéndole letra a mi primera granja. Lo que hay que hacer para sobrevivir.

Publicado en Las Provincias el 12/05/2016

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