Estudié
en el colegio del Pilar de Valencia, pero nunca me sentí pilarista. Puede que
no me identificara con ese sentimiento debido a que solo estudié allí tres
cursos, o porque cuando pasé por sus aulas, con 14 años, estaba en esa fase de
la adolescencia en la que una se rebela contra todo o simplemente porque vivía
lejos. No era mi barrio ni mi gente. De
aquella época me quedan tres grandes amigas, un puñado de bonitos recuerdos y
el poso que dejaron dos profesores de literatura. Pese a no compartir su
ideario religioso, me gustó la educación recibida. Sospecho que porque fui una
buena alumna. El nivel académico era alto y al estudiante díscolo y poco
aplicado lo invitaban amablemente a probar otros centros que se adaptaran mejor
a su capacidad.
Esta
semana recibí un mensaje en el móvil alentándome a apoyar una campaña en
defensa de la institución donde estudié, después de que Jordi Évole anunciara
que el programa que dirige se centrará este domingo en el Pilar de Madrid,
colegio que ha acogido a las grandes élites de este país. En el mensaje
animan a que “nadie manche la memoria de nuestro colegio” y a mostrar nuestro
apoyo para que el hashtag #SoyPilarista se convierta en trending topic. Pasado
mañana, pase lo que pase en Salvados, los que se definen como pilaristas verán
el programa con las uñas afiladas. No criticarán el trabajo periodístico que
saldrá en pantalla. Cargarán contra una cadena con la que no comulgan y contra
un periodista al que aborrecen, precisamente por hacer bien su trabajo. Me
llama la atención que la persona que me pasó el mensaje fue una de las que en
su día fueron expulsadas del colegio y echaba pestes del mismo. Qué efímera es
la memoria y qué extraña la necesidad del ser humano de sentir que pertenece a
un grupo.
Publicado en Las Provincias el 23/10/2015
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