Desde hace un par de semanas, tengo un ángel instalado
en la habitación de invitados. Un ángel terrenal que vino para ayudarme a
redecorar la casa tras mi desesperado S.O.S y que de paso me ha tapado los
agujeros de las paredes que llevaban así cuatro años, ha ordenado mis caóticos
armarios, ha paseado al perro, me ha llenado la nevera que se asomaba imparable
hacia el abismo de la nada y me ha preparado platos deliciosos, de esos que
solo saben hacer las madres. Y además, gratis. El ángel, ya lo habrán
adivinado, es mi madre. Solo una madre tiene esa capacidad de entrega absoluta
y desinteresada. Quién le iba a decir a ella, justo hace un mes, cuando firmó
los papeles de la anhelada jubilación que la exoneraban de la esclavitud
horaria, que iba a dedicar más horas a sus hijos que a su antigua jornada
laboral.
Todos
hemos escuchado a nuestros padres imaginar qué harían con su tiempo cuando por
fin consiguiesen liberarse de las cadenas que los mantenían sentados frente al
ordenador, atendiendo a clientes o peleándose con proveedores y bancos. Unos
fantasean con los viajes que aún no han hecho, otros simplemente anhelan poder
leer la prensa del día sin prisas, hay quien comienza una nueva afición, clases
de pintura o restauración de muebles, algunos solo quieren pasear y leer. Un
cúmulo de planes forjados en sus mentes en todos aquellos momentos en los que
no aguantaban más al jefe, planes concebidos, ideados y soñados para
sobrellevar con ánimo tantos años de consagración al mundo empresarial. Lo que
ignoraban, pobres, es que una vez hubiesen puesto el pie en la casilla de
salida de esa nueva y plácida existencia, allí estaríamos nosotros, los hijos,
para truncarlos. Los centinelas de nuestro bienestar no
descansan, ni siquiera jubilados.
Publicado en Las Provincias el 3/10/2014
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