viernes, 3 de octubre de 2014

LA JUBILACIÓN


Desde hace un par de semanas, tengo un ángel instalado en la habitación de invitados. Un ángel terrenal que vino para ayudarme a redecorar la casa tras mi desesperado S.O.S y que de paso me ha tapado los agujeros de las paredes que llevaban así cuatro años, ha ordenado mis caóticos armarios, ha paseado al perro, me ha llenado la nevera que se asomaba imparable hacia el abismo de la nada y me ha preparado platos deliciosos, de esos que solo saben hacer las madres. Y además, gratis.  El ángel, ya lo habrán adivinado, es mi madre. Solo una madre tiene esa capacidad de entrega absoluta y desinteresada. Quién le iba a decir a ella, justo hace un mes, cuando firmó los papeles de la anhelada jubilación que la exoneraban de la esclavitud horaria, que iba a dedicar más horas a sus hijos que a su antigua jornada laboral.

Todos hemos escuchado a nuestros padres imaginar qué harían con su tiempo cuando por fin consiguiesen liberarse de las cadenas que los mantenían sentados frente al ordenador, atendiendo a clientes o peleándose con proveedores y bancos. Unos fantasean con los viajes que aún no han hecho, otros simplemente anhelan poder leer la prensa del día sin prisas, hay quien comienza una nueva afición, clases de pintura o restauración de muebles, algunos solo quieren pasear y leer. Un cúmulo de planes forjados en sus mentes en todos aquellos momentos en los que no aguantaban más al jefe, planes concebidos, ideados y soñados para sobrellevar con ánimo tantos años de consagración al mundo empresarial. Lo que ignoraban, pobres, es que una vez hubiesen puesto el pie en la casilla de salida de esa nueva y plácida existencia, allí estaríamos nosotros, los hijos, para truncarlos. Los centinelas de nuestro bienestar no descansan, ni siquiera jubilados.
Publicado en Las Provincias el 3/10/2014


No hay comentarios:

Publicar un comentario