Agotadora vida la del turista. Ese
ser que alguna vez todos hemos sido, emerge en todo su esplendor durante los
meses de verano. Desempolva su mochila, se calza las zapatillas o las sandalias
y se unta el cuerpo con una mezcla de loción anti mosquitos y crema solar
dispuesto a enfrentarse a cualquier adversidad que le depare el viaje. El
turista es un espécimen complejo y contradictorio. Después de trabajar durante once
meses, madrugando y soportando atascos infernales, decide gastar su tiempo de descanso
levantándose a las ocho de la mañana; andando más kilómetros diarios que en todo
el resto del año bajo un insoportable calor o a pesar de una lluvia monzónica; sufriendo
colas interminables para entrar en un museo o visitando ruinas y castillos
atestados de otros turistas.
El turista modifica su
comportamiento adaptándose a los usos y costumbres del lugar. Si está en la
India, deja que un gurú le pinte en la frente el símbolo de su religión a pesar
de que jamás permitiría que en su país un cura se le acercara; si recorre Escocia,
se pone un kilt con el que luce orgulloso, si la ruta es por el África negra,
es imprescindible el chaleco de explorador. El caso es disfrazarse y hacer el
ridículo. El turista muchas veces no sabe en qué siglo vivieron los Reyes
Católicos, pero se sumerge en la guía de viaje hasta convertirse en un experto en
la historia del país que visita. Se ceba en el bufé del desayuno como si no
hubiera un mañana, para más tarde quejarse de que como en España no se come en
ningún sitio. Nunca abandona su cámara de fotos y recorre todos los bazares o
mercadillos para llevar regalitos a sus amigos y familiares creyendo que compra
artesanía local, para más tarde darse cuenta de que pone ‘Made in China’. Agotadora vida la del turista.
Publicado en Las Provincias el 15/08/2014
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