Dos
años y tres meses después vuelvo a recalar en el pequeño aeropuerto italiano en
el que aterricé la primera vez por error. Entonces quise conocer Sicilia, pero
terminé recorriendo los Balcanes. De Trapani a Trieste hay pocas letras de
diferencia. Esta vez, de nuevo volvimos a cruzar la frontera para adentrarnos
en la preciosa península de Istria. Allí nos esperaba el mismo mar cristalino,
las calles empedradas, los restos románicos y los campanarios de las iglesias
asomándose altivos a la bahía. Pero algo había cambiado. El ritmo cotidiano que
encontramos en abril y que tanto apreciamos en la primera vista, había sido
sustituido por el trasiego producido por hordas de turistas paseando sin rumbo,
probando la comida autóctona, comprando imanes o haciéndose selfies. Echamos de
menos ese discurrir al ralentí que nos deslumbró en 2012.
Intentamos
alejarnos de la romería estival y apearnos en otros puntos que creímos menos
populares. Pensamos que en un país bañado por casi 5.000 kilómetros de costa,
contando sus 1.185 islas, los veraneantes elegirían las delicias del Adriático
frente a las escarpadas montañas interiores. Error. La estampa del parque
natural al que accedimos después de casi una hora de cola se asemejaba a
cualquier imagen que hayan visto del Festival de Woodstock. Supusimos que ya no
encontraríamos la tranquilidad anhelada durante el resto del viaje, pero nos
equivocamos. Aunque escasas, todavía hoy existen carreteras secundarias, lugares
que escapan a las guías de viajes y rincones solo conocidos por los locales. A
pesar de este último golpe de suerte, no me cansaré de repetirlo. Hay que
viajar fuera de temporada. Te arriesgas a sufrir ciertas limitaciones e
incomodidades, pero a cambio, no te sientes como un ejemplar más del rebaño.
Publicado en Las Provincias el 22/08/2014
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