viernes, 8 de agosto de 2014

DESPEDIDAS


Siempre que viajo en tren o en avión, me gusta pararme a observar los recibimientos y las despedidas de la gente que llega y de aquellos que se marchan. Imagino el parentesco que los une, el tiempo que han estado sin verse, el grado de lejanía que los separa y si se echarán o no de menos cuando uno de ellos cruce la barrera de control. Espiando esos adioses y merodeando por las bienvenidas, he llegado a la conclusión de que ambas manifestaciones de alegría y tristeza se degradan sin remedio. Desde que las becas Erasmus nos abrieran las puertas de Europa y las compañías de bajo coste permitiesen volar a Paris por lo mismo que cuesta un paquete de tabaco, las despedidas en estaciones y aeropuertos ya no conmueven ni emocionan.

Antes de que surgieran los trenes de alta velocidad y se inventaran las videoconferencias, cuando las distancias entre dos puntos daban vértigo y las ausencias no se suplían por Skype, cuando el mundo era todavía grande, te topabas con preciosas escenas llenas de dramática ternura. Dos jóvenes amantes que escribían el punto y final a su historia  en ese andén, un padre que no podía dejar de abrazar a su hija que volvía al trabajo al otro lado del charco, dos hermanos que sabían que quizás era la última vez. Eran despedidas desgarradoras, dolorosas, repletas de poesía. Ahora los adioses ante una partida se han vuelto low cost, son descafeinadas, asépticas. Ya no hay pañuelos agitándose en la estación ni lágrimas pegadas en las ventanillas.  La globalización y las medidas de seguridad las han erradicado. Hoy, lo primero que nos viene a la mente si pensamos en una despedida es una estríper, una diadema de penes y un disfraz ridículo en un destino atestado de gente. Maldita evolución que nos extirpa los sentimientos de cuajo.
Publicado en Las Provincias el 8/8/14

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